MI LIBRO NUNCA PUBLICADO, ESCRITO SOLO PARA AQUELLOS QUE REALMENTE AMEN EL CAMPO Y LA CAZA COMO YO HAGO...

INTRODUCCIÓN

Todos, en mayor o menor medida, llevamos dentro ese instinto depredador que ayudó a que los primeros hombres alcanzasen la cúspide de la pirámide evolutiva, hace millones de años.

Con el transcurrir del tiempo, el hombre se ha ido alejando de esa naturaleza de la que proviene, de su propia esencia y orígenes, creando una serie de necesidades ficticias y de falsas dependencias.

Todas ellas, unidas al vertiginoso ritmo de vida actual, han provocado que el hombre se olvide de lo más básico y de lo más hermoso - de ser hombre.

El cazador, el cazador de verdad, pertenece a ese grupo de elegidos que es capaz de disfrutar y de sentir su propia esencia en un medio que para él es el suyo mientras que para el resto se ha convertido en hostil: el campo. Ese cazador no ve el acto de matar como un fin en si mismo sino como una consecuencia de un conocimiento del medio y de la pieza cuya caza se desarrolla en un lance de caza y cuya consecuencia es en algunos casos, no en todos, la captura de la misma. Para él, el campo será un punto de encuentro consigo mismo. Allí, en la soledad del monte, disfrutará de su silencio, de su intimidad, de su paz, aflorando en él, como cazador que es, sus instintos más primarios, al margen de convencionalismos sociales y se transformará en una máquina de cazar tal y como les sucedía a nuestros antepasados más remotos.

El cazador nace poseyendo ese instinto casi perdido que le empuja, ya desde pequeño, a lanzarse a descubrir el monte y sus secretos y solo los que posean ese “don” podrán convertirse en cazadores. El resto, por mucho que lo intenten, no llegarán a ser más que “escopeteros” de esa feria en la que se ha convertido la caza comercial.

Cazar no es “darle al dedo” en una montería con cupo ni en un ojeo de perdiz o faisán. Eso es matar. Cazar es ser uno con el monte, es saber escuchar sus sonidos, es saber interpretar su propia esencia para, con su ayuda y nuestro instinto, culminar un lance de caza de tu a tu con la pieza elegida.
Todo cazador necesita atravesar varias etapas a lo largo de su periodo de aprendizaje.

La primera es la de iniciación. Normalmente suele nacer en el seno de una familia de cazadores por lo que ya desde pequeño se ve inmerso en éste maravilloso mundo del campo. A lo largo de esta etapa descubrirá los olores del campo, tendrá los primeros encuentros con los animales del campo, descubrirá los primeros rastros, aprenderá a respetar el monte y su fauna… y escuchará a los mayores contar historias de caza sobre lances de caza vividos por ellos, historias sobre animales, … que despertarán en él la curiosidad y su imaginación.
La siguiente etapa es la de sus primeros encuentros reales con el campo y la de sus primeros lances, con armas de pequeños calibres pero que representan, para ese cazador novel, toda una artillería pesada. Se hartará de pegar tiros y en lo único que pensará es en matar. Lógicamente estará en plena efervescencia de todos sus instintos primarios y totalmente descontrolados. Poco a poco, según avance en su madurez como persona de campo, empezará a disfrutar de esos lances y de las piezas conseguidas y no conseguidas, valorando cada vez más cada minuto en el que esté en la soledad del monte.

Esta etapa nos llevará a última, en la que la importancia de cobrar una pieza pasa a un segundo término y se empieza a valorar más el como conseguirla. Esta reflexión personal nos hará observar nuestros defectos y virtudes, fomentando la paciencia y la seguridad en nosotros mismos, tanto en el ejercicio de la caza como en el resto de nuestra vida.

Un cazador siempre respetará a la pieza de caza, viva o muerta y la tratará con la dignidad que se merece como parte imprescindible que es de todos y cada uno de los lances vividos y cuyo recuerdo perdurará en nuestra memoria para el resto de nuestra vida.

Cada trofeo es el recuerdo de un lance pasado, de una aventura vivida de tu a tu con un bravo animal y que perdurará para siempre en la memoria del cazador.

Muchas tardes, al llegar a casa, me siento enfrente de mis tablas de cochino y, entornando los ojos, vuelo por el monte recordando, lance a lance, cada uno de los vividos y cuyo recuerdo imborrable está en mis sueños y en la realidad de cada una de ellas.

En esos momentos y por encima de todo, recuerdo esos los lances que, sin estar en esa realidad frente a mí, me han hecho aprender y sentir igual o más que si estuvieran y que, tras haberme hecho disfrutar de muchas noches de espera sin ser capaz ni siquiera de verlos, de un día para otro, han cambiado de encame desapareciendo en las profundidades del bosque para siempre. A esos cochinos les debo mil lecciones, mil sueños imposibles, mil alegrías y esperanzas y mil recuerdos.
A todos esos cochinos que viven en nuestras serranías, en nuestros valles y en nuestras dehesas, que no conocen cercones ni alambradas, que viven libres por nuestros montes de España, a esos cochinos, quiero dedicarles este libro de recuerdos, de enseñanzas, de ilusiones y de nostalgias...








CAPÍTULO I: MIS COMIENZOS

Vine al mundo en Madrid, allá por el año 1971. Hijo único de familia de cazadores, de niño observaba inquieto como mi padre, fin de semana tras fin de semana salía con sus fundas grandes de cuero y su maleta para regresar el domingo por la noche con algún pájaro con patas coloradas que él llamaba perdiz y con algún animal pequeño y peludo, como un peluche, que él llamaba conejo y liebre. Algún otro, los menos, salía diciendo que iba a un sitio llamado montería y ese domingo regresaba con las cabezas de unos animales con cuernos a los que él llamaba venados y con otras cabezas peludas y colmilludas que él llamaba cochinos. Ese olor a cuero usado, a ropa de caza, su sombrero y su morral listo para partir fue mi primer contacto con la caza y el campo.

Años pasaron y empecé a ir con él a pasear al monte. A su lado aprendí a escuchar el silencio del monte, las costumbres de sus animales, a leer sus rastros, sus olores y su mundo. Así, poco a poco, empecé a amar el campo, a amar su soledad y a sus habitantes.

Así, poco a poco, fui conociendo el mundo de la caza. Descubrí lo que era ese sitio llamado montería y aprendí que no era un sitio sino un arte cinegética que se practicaba, junto con otros cazadores llamados monteros, en zonas de fincas llamadas manchas. Descubrí que los conejos y perdices que mi padre traía a casa los cazaba “en mano”, andando por el campo, junto a una serie de amigos con los que después se reunía para darse unos festines culinarios de aúpa.

Mi primer arma fue una escopeta de aire comprimido heredada de un tío mío. Para mi era una verdadera joya. Con ella cacé mis primeros “trofeos”- gorriones, palomas, ardillas y todo tipo de pequeño animal que pasase por delante de su torcida mira. Como los veranos los pasaba en una pequeña finca de Galicia lo primero que guardaba en el coche era la escopeta y unos cuantos miles de perdigones. En la finca no paraba. Me pasaba todo el día recorriendo los pequeños camino a la búsqueda de piezas de “caza”. De esta forma aprendí a recechar y a hacer esperas. Subía a la terraza y cuando avistaba una ardilla, una paloma o un pajarito bajaba muy despacio y, tapándome, iniciaba la aproximación. Como el alcance de la escopeta era corto, tenía que acercarme mucho por lo que el porcentaje de éxito era escaso. Otras veces los “cebaba” con maíz o trigo y me escondía detrás de una mesa o una ventana a la espera que el pobre animal se aproximara confiadamente para soltarle un escopetazo. Que tiempos…. y que broncas me llevé de mi padre!! …Pero, gracias a aquella escopeta y a los miles de tiros al blanco que pegué con ella aprendí a disparar y a hacer puntería ya que, al ser monotiro, tenía que esforzarme y hacer blanco con el primer y único tiro del que disponía. Gran enseñanza de futuro, como luego he podido comprobar.

Dos o tres años después mi padre me regaló una segunda escopeta de aire comprimido y más tarde me empezó a prestar su escopeta de 20mm. Esta, nunca me la regaló e incluso hoy en día la usa él para eliminar alguna alimaña dañina de la finca. Con aquel armamento me sentía todo un cazador y, lógicamente, mi curiosidad por la caza real fue aumentando a marchas forzadas. La caza que, desde pequeño, me ha atraído más ha sido la mayor, al contrario, curiosamente, que a mi padre a quién el simple sonido de batir alas tan peculiar de una perdiz aún hoy le hace pegar un brinco. Por ello, mi interés e ilusión por participar en una montería fue creciendo con el paso del tiempo y una mañana, al fin, escuché las palabras mágicas “Emilio, prepara tus cosas que este fin de semana me acompañas a Valmayor”… Al fin, mi primera montería!!.


CAPÍTULO II: MI PRIMERA MONTERÍA Y…. MI PRIMERA RES


Por mucho tiempo que pase nunca olvidaré aquella primera montería. Se cazaba la mancha de Navaloscorchos en Valmayor, finca de la familia situada en Fuencaliente, provincia de Ciudad Real.

Fuencaliente, típico pueblo de Sierra Madrona, en las estribaciones de sierra Morena y próximo al valle de Alcudia y al Santuario de nuestra Patrona la Virgen de la Cabeza, tiene un término municipal de más de 27.000 hectáreas y en él se encuentra la cumbre más alta de Sierra Morena, el pico de La Bañuela con 1.323 metros.
Aunque la zona de Fuencaliente ha estado poblada desde tiempos prehistóricos, el pueblo debe su origen a un manantial de aguas termales que nace debajo de la Iglesia. Sobre este manantial de aguas termales se construyó una ermita y ésta dio origen a la actual población.
De tiempos prehistóricos se han encontrado objetos aislados de piedra pulimentada y sobre todo quedan las Pinturas Rupestres esquemáticas. En total, son doce los yacimientos de pinturas que se encuentran alrededor de Fuencaliente, siendo los más conocidos Peñaescrita y La Batanera. Se descubrieron en el siglo XVIII y se declararon Monumento Nacional en 1924. Su origen se remonta al periodo Calcolítico.

Como la zona era muy rica en minerales, principalmente plomo y plata, quedan muchos restos de antiguas minas. La más importante es la Mina Romana de Valmayor donde se han encontrado restos de minería romana, aunque se supone que se empezaron a explotar mucho antes. Hay minas antiguas en Valmayor, Nueveveces, La Cereceda, El Robledo, La Colonia, Las Parcelas, Navalajeta, El Egeño, El Castillejo, Ventillas, Navalmanzano, La Herrumbrosa, etc. De estos primeros tiempos de colonización minera queda el importante yacimiento del Poblado Minero de Valderrepisa, de época romana, donde se han encontrado monedas de la República (s. II a. C.). Los romanos conocían toda esta zona como "Montis Marianis", de donde deriva el nombre de Sierra Morena, por Seto Mario, un procurador romano que tenía adjudicadas las explotaciones mineras. Por eso Sierra Morena también es llamada Cordillera Mariánica.
Uno de los yacimientos arqueológicos más antiguo encontrado son las Tumbas del Escorialejo, datadas hacia el siglo VI ó VII d. C., construidas con lajas de cuarcita, y donde se encontraron algunos restos de cerámica.
De la Edad Media se encontraron también las Tumbas de la Sacedilla, aunque con una ajuar más bien pobre. Algunos historiadores creen que se puede identificar Fuencaliente con la Iglesia de Galla, citada en un documento histórico conocido como la Hibitación de Wamba.
De época árabe quedan pocos vestigios, el principal son los restos del Castillo de Torreparda, torre de vigilancia para controlar el paso del río Yeguas. En 1575 se dice en las Relaciones Topográficas que en el término "parece haber habido muchos castillejos antiguos y restos de edificios de moros". También quedan algunos topónimos como El Castillejo y la Vereda de las Cábilas.

Las primeras noticias escritas las tenemos del año 1158 cuando se fundó la Orden de Calatrava, y aunque no se cita Fuencaliente, en las descripción que se hizo en 1189 de los límites de la Orden, se cita el Río Jándula, el Valle Mayor (Valmayor), la Cabeza del Pinar (Burcio del Pino), el castillo de Murgabal (Torrecampo) y los ríos Guadalmez y Guadamora. Fuencaliente quedó dentro de las tierras de la Orden de Calatrava, luego llamadas Campo de Calatrava, desde la creación de la misma, hasta la división en provincias a principios del siglo XIX, llamándose provincia de La Mancha.

Las primeras noticias históricas de Fuencaliente se remontan hacia el año 1170, cuando tuvo lugar la Batalla de la Fuencalda, entre los moros y el Maestre de Calatrava, Martín Pérez de Siones, después que éstos saquearan Almodóvar, noticia recogida por Rades y Andrada en la Crónica de la Orden de Calatrava. Por aquí pasaría una de las rutas que unían Córdoba con Toledo y ese fue el camino que siguieron los moros para atacar y retirarse de Almodóvar.
En 1274 se realiza un deslinde entre la Orden y el Concejo de Córdoba, del que se conserva una copia hecha en 1396, en el cuál se dice "del mojón sobre la Cabeza de Pinarejo que fuere a mojón cubierto al río de la Yegua". Por este deslinde, la Orden de Calatrava cede al Concejo de Córdoba las tierras que posee más allá del río Guadalmez, y desde entonces este río es el límite entre Andalucía y La Mancha por esta parte.

Del año 1305 es la confirmación de un Privilegio Papal por el Papa Clemente V (1305-1315), recogido en las Relaciones Topográficas de Felipe II en 1575. El documento es la confirmación de los privilegios otorgados por seis Papas anteriores, a lo largo del siglo XIII.

En el año 1369 tuvo lugar la Fundación de la Villa y Priorato de Fuencaliente, cuando el Maestre Pedro Muñiz de Godoy concedió licencia para poblar el término a un fraile de Calatrava que vivía en la ermita, llamado Benito Sánchez. Se llamaba entonces la ermita Santa María de los Baños o de la Fuencalda. El Maestre nombró Prior a Fray Benito Sánchez y le concedió licencia para repartir solares, todos los diezmos del término y la facultad para nombrar alcaldes y justicia en la villa, y otorgó a los futuros pobladores ciertas exenciones de impuestos. A finales del siglo XIV Fuencaliente era un importante lugar de peregrinación, como se recoge en documentos de la Catedral de Córdoba.
Ventillas se nombra en la Concordia de l442, declarando estar exenta de pagar la tercia arzobispal porque todo el diezmo corresponde al prior de Fuencaliente según el Privilegio de 1369.
En 1490 una Cédula de los Reyes Católicos confirma a los vecinos de Fuencaliente la exención del pago del impuesto de la alcábala, por "estar situado el lugar en tierra estéril, e solamente destinado para rescibir las gentes que van allí a velar en la casa de Nuestra Señora Santa María". La Cédula es la confirmación del Privilegio concedido por el Maestre de Calatrava cuando la fundación del pueblo en 1369.
En 1566, mediante Real Cédula de Felipe II, el Campo de Calatrava se divide en diversas Alcaldías Mayores, quedando Fuencaliente bajo la jurisdicción del Gobernador de Almodóvar, hasta que en 1591 los vecinos recuperan la jurisdicción en primera instancia previo pago de 724.500 maravedíes.
Del año 1575 se conservan las Relaciones Topográficas de Felipe II. Se trata de las repuestas a un cuestionario enviado por Felipe II y que fue contestado por el Bachiller Rodrigo, Sebastián García Lozano, Juan Muñoz el Viejo y Lucas García, vecinos de Fuencaliente. Es una completa descripción del pueblo a finales del siglo XVI. Fuencaliente compartía en esta época una Comunidad de Pastos con Almodóvar, Puertollano y Mestanza que no será disuelta hasta finales del siglo XIX y repartidas las tierras entre estos municipios, más Brazatortas, Hinojosas y Cabezarrubias que se habían emancipado de Almodóvar y Puertollano. También se nombra el Camino Real, y se dice que iba de Andalucía a Toledo. Ventillas tiene un molino en el arroyo de la Liseda y 30 vecinos.
En 1591 se redactó un acuerdo entre el Ayuntamiento de Fuencaliente y el Rey Felipe II por el que éste concedía a la Villa un Privilegio, otorgando a sus Alcaldes la jurisdicción civil y criminal en primera instancia, y separándola de la jurisdicción del Gobernador de Almodóvar, previo pago de 724 mil maravedíes. Hasta 1566 había pertenecido a la jurisdicción de Almagro, sede de la Orden de Calatrava, y de 1566 a 1591 dependió del Gobernador de Almodóvar, lo cuál causó bastantes trastornos a los habitantes de Fuencaliente, según se desprende de la lectura de los hechos que se refieren en el citado documento. Por parte de Fuencaliente firmó el Acuerdo Melchor Muñoz, alcalde ordinario; el Juez Nicolás de Chaves actuó en nombre del Rey; Francisco de Miranda fue el escribano; Diego Moreno era el pregonero del pueblo; Pedro Gómez Fraile y Martín de la Fuente eran los mesoneros; Juan Serrano era el otro alcalde ordinario; Juan Cenicero un furtivo con problemas con la justicia; etc. El acuerdo se aprobó por Cédula Real en 1594. El documento que se conserva es la confirmación del original en 1789.

Cervantes, en El Quijote, sitúa algunas de las aventuras del Hidalgo de la Mancha por estas tierras. Parece que Miguel de Cervantes conocía las pinturas rupestres, cuando Don Quijote, haciendo penitencia en Sierra Morena dice: "Oh, vosotros quienquiera que seáis rústicos dioses que en este inhabitable lugar tenéis vuestra morada, oid las quejas deste desdichado amante". La relación entre la aventura de los batanes y las pinturas y Chorrera de los Batanes también parece evidente. Miguel de Cervantes conocía bastante bien esta zona por sus viajes a Sevilla, donde ejerció un cargo administrativo. En esta época se viajaba de Madrid a Sevilla en postas por el Camino Real de la Plata, y así en El Quijote, como en las Novelas Ejemplares, cita otros lugares como la Fuente del Alcornoque, la Venta del Alcalde, la Venta del Molinillo, Venta Tejada y el Val de las Estacas.




En el Capítulo General de la Orden de Calatrava de 1652 se aprobó agregar al curato de Ventillas las casas que estaban al otro lado del río Montoro aunque pertenecían al término de Almodóvar.
En 1710 se hundió la Iglesia antigua de cinco naves y se construyó la actual.
En el Censo de Aranda de 1768, figura su parroquia de San Marcos de Ventillas, aneja a la de Fuencaliente, con 312 habitantes.
En 1772, en el Índice Geográfico del Territorio, se cita la Aldea de Ventillas y la Iglesia de San Marcos, con un cura y un sacristán costeados por el Prior de Fuencaliente.
De 1783 es el descubrimiento de las pinturas rupestres por el cura de Montoro Fernando López de Cárdenas. Hizo un estudio y dibujó las pinturas de Peñaescrita y La Batanera, y mandó un trozo de las mismas al Conde de Floridablanca para que formara parte del Gabinete de Historia Mineral que se estaba formando en Madrid.
En 1826, en el Diccionario Miñano se dice que Fuencaliente pertenece a la provincia de la Mancha, y tiene 398 vecinos, y 1.799 habitantes; hay una parroquia con anejo de Ventillas y una ermita. Está situado entre las Sierras Madrona y Quintana y sus baños son famosos. Ventillas tiene 46 vecinos y 196 habitantes, y es parroquia aneja a Fuencaliente.
En 1844 y 1846, Luis María Ramírez y las Casas-Deza publica sendos artículos en el Semanario Pintoresco Español, uno sobre los baños y otro sobre las pinturas rupestres. Casas-Deza era el médico del Balneario. En estos artículos se cita por primera vez la leyenda de los dos soldados de Cabezarrubias que encontraron a la Virgen de los Baños.
En 1847 se publicó el Diccionario de Madoz. Fuencaliente tiene 400 casas, en 13 calles y 1 plaza. Los caminos son de herradura y están en mal estado; tiene 421 vecinos y 2.105 habitantes. De Ventillas se dice que es una aldea en el término de Almodóvar, y por el Barranco de Nueveveces va una vereda de ganados hacia Andalucía.
En 1868 el arqueólogo Manuel Góngora Martínez, en su libro Antigüedades Prehistóricas de Andalucía, publicó los dibujos de Peña Escrita y la Batanera comparándolos con otros de sitios muy alejados, pero bastante parecidos.
En 1872 y 1877, el médico del Balneario, Benito Crespo, publicó dos artículos en la revista "El Siglo Médico", describiendo Fuencaliente y sus aguas termales.
En 1918 el francés Henri Breuil exploró, catalogó y dibujó las pinturas rupestres de Fuencaliente, publicando su obra "Les Peintures Rupestres Schematiques d’Espagne". Fruto de estos estudios es la declaración de Monumentos Nacionales en 1924 de las pinturas de Peñaescrita y las de la Chorrera de los Batanes.



Pues bien, allí en éste histórico entorno en donde allá por los años 60 tuvo a bien mi abuelo Cesar comprar el Valle llamado Valmayor y crea así una de las más bellas fincas de caza mayor de España, iba yo a participar en mi primera montería. Estuve media semana sin poder dormir bien, soñando con mi montería. Al fin llegó el viernes y, a media tarde, mi padre y yo tomamos rumbo al Valle de Alcudia. Para la ocasión, mi padre me había regalado una escopeta del 12, una Ugarteburu, de la fábrica de Eibar, paralela, con la que cacé mi primera res…

Esa noche dormimos en el Hotel Balneario, en el propio pueblo de Fuencaliente, compartiendo hotel con familia y amigos y tras una abundante cena, nos juntamos todos en el salón del hotel y los mayores se dedicaron a contar lances de caza y anécdotas cinegéticas entre copa y copa de gin-tonic y whisky. No pegué ojo en toda la noche. Cada vez que cerraba los ojos veía cochinos por todos los sitios, venados rompiendo monte, perros corriendo, podenqueros gritando, agarres, ladras, y un millón de lances….


Al día siguiente madrugón, migas y sorteo y, sin darme cuenta, me encontré colocado en un puesto junto a mi padre. Este me comentó que, para evitar accidentes, yo tiraría todo lo que entrase por la derecha y él todo lo de la izquierda, doblando puesto. Al cabo de un buen rato empecé a oír una ladra por mi derecha que venía directa al puesto. Creo que se me puso el pelo de punta cuando oí a mi padre decir en voz baja una sola palabra: “venado”. A los pocos segundos un venado, que a mi me resultó enorme, rompió por mi derecha y el grito de mi padre diciendo “tira!!” se confundió con el ruido de mi disparo y de la voltereta del animal. Y allí quedó, al lado del arroyo de la Cereceda, mi primera res.


Al rato me pasó una anécdota curiosísima. Otro venado, esta vez zorreado, nos entró por la espalda y, como le veía bien entre las ramas, tiré. El venado cayó seco por lo que mis ansias y mi felicidad ya no tenían límite.

Al acabar la montería mi padre me “soltó” y me acerque corriendo a ver el segundo venado ya que era el más cercano y, no estaba!!!!. Buscamos su rastro por todos los lados pero el venado se había esfumado. Mi padre me dijo que probablemente se trataba de un “calentón de agujas”, explicándome después que si a un venado le rozas una cuerna con un disparo éste le puede producir, por las vibraciones que causa en el cerebro, un shock momentáneo y una pérdida de conocimiento temporal. Y eso es lo que había sucedido con ése. Mala suerte.

Más tarde, ya en la junta, intentaron hacerme novio al uso pero, con una fortuna enorme, mi padre consiguió negociar mi noviazgo como montero y al final lo dejamos en una cena con todos los amigos en donde, eso si, me raparon el pelo y me hicieron más de una faena, ligera si lo comparamos con lo tradicional…
Ese día nací como cazador de caza mayor.


Lo del “calentón de agujas” lo cuento por una anécdota graciosa que sucedió poco tiempo después. Estábamos mi padre y yo cazando en mano unas perdices en Serones, uno de los cotos de la familia, cuando noté algo debajo de un chaparro, a unos cincuenta metros. Al fijarme, vi que se trataba de un zorro y, sin pensarlo dos veces, le solté dos escopetazos con sexta. El pobre animal ni se movió pero volví a recargar la escopeta repetí los disparos. Mientras mi padre y yo nos acercábamos, me preguntó que porqué había repetido si estaba claro que con los dos primeros lo había dejado seco y, muy serio le respondí que “por si llevaba un calentón”. Claro está que el cachondeo duró tiempo y aún hoy mi padre me lo recuerda cuando repito algún tiro en montería. Para más inri, el animal estaba preso en un lazo, cosa que yo no sabía cuando tiré. Eso, lógicamente, multiplicó el cachondeo.

Algún tiempo después, cuando ya era lo que se puede llamar un aprendiz de cazador cualificado conocí lo que desde entonces ha marcado mi vida como hombre de campo y cazador, y que me ha dado la oportunidad de vivir los lances más hermosos que jamás pude soñar: La espera.


CAPÍTULO III: MIS PRIMERAS ESPERAS - LA SUERTE DEL NOVATO.

Hace ya muchos años y unos días antes de semana santa, recibí una llamada de mi primo Carlos Sanz-Pastor. Yo ya había oído que él era aficionado a eso de las esperas pero, como mi padre no es esperista, nunca había tenido la oportunidad de poder conocer esa modalidad de caza. Mi primo me comentó que se iba a ir a Valmayor de espera toda la semana santa y me pidió que le acompañara si es que no tenía ningún otro plan. Como no tenía nada interesante en perspectiva y sentía curiosidad por conocer ese mundo tan misterioso como era para mí la caza de noche le dije que si y allá que nos fuimos.

Teniendo en cuenta las costumbres nocturnas del jabalí, la espera o aguardo de jabalí es un arte cinegético muy antiguo que consiste, básicamente, en esperar al jabalí en un sitio querencioso para él, ya sea en su paso como en un aguadero al que suela acudir. También existen los comederos, sitios excelentes para una espera nocturna. El comedero más sencillo puede estar ubicado en un claro en el monte, a ser posible con algún charco cercano, que podrán cebarse con avena, maíz, manzanas o cualquier otro alimento que gusten los jabalíes. Con el fin de que este alimento no sea consumido por pájaros u otros animales menores ajenos al tema cinegético, éste debe colocarse en el suelo y cubrirse con piedras o ramas de regular tamaño, hasta formar con ellas un pequeño montículo. El alimento queda así protegido de consumidores no deseables. El refinado olfato del jabalí y su experiencia de que por aquel lugar ya ha encontrado comida otras veces le harán acercarse y, a base de trabajar con la trompa, irá levantando las piedras o ramas hasta destapar lo comible.
En estos casos siempre arman tremenda bulla cuando son varios, que aún en el caso de que nos pille "dormitando" nos despabilan rápidamente.
Si quienes entran al comedero son hembras grandes, empiezan las discusiones, las corridas de acá para allá y las peleas por la comida, ni que hablar de los rayones y bermejos que parecen estar en una "guardería infantil" en horas de recreo. Si uno está esperando al macho tiene que estar lo más quieto posible y disfrutar del espectáculo que a veces es bastante risueño, porque éste generalmente baja mucho más tarde y sólo. No hay que creer desde luego que la "cuadrilla" entra a las primeras de cambio. Si uno está bien atento cuando ya se ha puesto el sol, los oirá venir e incluso se los podrá ver deambular por los alrededores del comedero o de la aguada, pues quieren cerciorarse de que por allí no hay peligro. Algún "bermejillo" hará punta y se lo verá recelar "tomando aire" y dando carreritas cortas animándose de a poco, pero enseguida se confía y en cuanto lo ven lo demás, entran todos como locos…, salvo que el "bermejillo grande" tenga su día de tonto y entre antes que ninguno. Las primeras que acuden a la aguada o comedero con sus rayones son las hembras. Y es aquí entonces cuando a base de unos buenos prismáticos, se debe tomar buena nota de lo que abulta una hembra y memorizar bien su perfil. El cuerpo de una hembra es más bien igual desde la cabeza a la cola, y la trompa es un poco más alargada que la del macho. En cambio éste canta por lo que es. Llega solo, y baja cuando todos se han ido ya, quizás porque saben que viene el jefe. Si entra antes el "escudero" y come, deja inmediatamente libre el puesto al "gran macho". Su cuerpo es más alto y robusto por delante que por detrás, su paso es lento y tranquilo, muy seguro de sí mismo. Y si en cambio el que baja es un macho solitario, un colmilludo, éste transmite con sólo verlo un mensaje que acelera los latidos del corazón, además, si tenemos buena luz lunar se le podrán ver los colmillos bien blancos.
La postura debe dominar muy bien la charca o comedero y debe estar ubicado a unos 50 a 100 metros más o menos de éstos, aunque a mí personalmente me gusta cuanto más lejos mejor.
Puede ser de altura como una "atalaya" de unos 3 metros de alto, hecho con troncos, ramas, maderas u otros elementos del lugar. Se debe colocar una rama recta o tronco fino en forma de traviesa en la parte frontal del puesto y a la altura de la cabeza del cazador sentado, permitiendo apoyar el arma cuando llegue el momento del disparo.
Otros puestos pueden hacerse al ras del suelo y otros se pueden construir en medio del follaje de un árbol y a una altura relativamente cómoda para hacer el disparo de arriba hacia abajo.Dejando aparte las diversas configuraciones que pueden adoptarse al construirse un apostadero, se debe dejar espacio para que uno o dos cazadores esperen cómodamente sentados, aunque personalmente aconsejo que el que debe apostarse debe estar sólo.
La ubicación del puesto con relación a la charca o comedero debe hacerse siempre teniendo en cuenta la dirección del viento y la trayectoria de la luna. El viento siempre lo debemos de tener de frente a la cara y la luna que no nos alumbre, ¡ojo! … prestar atención a la trayectoria de ésta ya que en su rotación cambia de posición y puede alumbrar desde otro ángulo. Si la charca o el comedero está iluminado por ésta desde que sale, tanto mejor para disparar aunque también hará que los machos viejos desconfíen mucho más antes de aproximarse. Resta por decir que, una vez cebados los comederos, es preciso comprobar a la mañana siguiente, si fueron visitados. Si en el comedero que ha recibido visitas no quedan piedras sobre piedras, al igual que ramas o troncos, ni prácticamente nada del alimento puesto previamente, son datos muy importantes al igual que las huellas de las pisadas que pudieran observarse por los alrededores. Un estudio bien concienzudo sobre el escenario dará clara idea de cantidad, sexo y envergadura de los visitantes. Ahora bien, si uno no fuera suficientemente experimentado en este tipo de observaciones aconsejo ir acompañado por otra persona de más experiencia que la nuestra, o bien, de un hombre de la zona, que mucho saben ellos de lo que es la vida en el monte por haberse criado en ellos.
Existen otros comederos mucho más sofisticados como los automáticos, en los que un mecanismo accionado con baterías solares o pilas distribuye el grano a intervalos de tiempo prefijados, o aquellos otros a los que el jabalí consigue extraer el grano a base de dar con la trompa en una palanca de metal.
En zonas dónde el jabalí disfruta de la tranquilidad del monte y tiene buen alimento, cuando amanece ya está en camino a su encame o muy próximo a éste. Como la excepción confirma la regla, doy fe que los he visto entrar a las charcas o comederos en horas de pleno sol, o sea, pueden bajar a cualquier hora del día, por supuesto en campos dónde no son molestados algo que cada vez escasea más.
El cazador que espera hasta el amanecer debe saber por dónde entran y por dónde salen. Una vez observado esto, y de ser posible comprobado en varios días, no hay más que ubicarse, aún de día, por dónde entran. Si tenemos el viento de frente, y aún alumbra la luna, es muy probable que podamos dispararle. Si nos da el viento en la nuca, es más prudente no airear más, irnos e intentar volver al día siguiente. Al llegar uno al apostadero o al sitio de espera, conviene comprobar lo más prudentemente posible, si están las huellas de entrada y de salida, pues puede pasar que ese día le haya dado por acostarse antes y entonces no vale la pena perder más tiempo si es que ya salió.
Indudablemente hay muchos tipos de esperas, pero sólo me gusta hablar de las que he practicado.
El sentido más desarrollado del jabalí es el olfato. Por eso, el viento es quién puede hacer de una noche con una muy buena luna o no, resulte entretenida o un solemne fracaso.
En invierno tenemos como factores adversos el frío o la lluvia, el estado del tiempo en general, que es más variable o inestable que en verano, y las horas de luz, que son muchas menos.
Habrá que estar pendiente del parte meteorológico y ver si tenemos o no algún anticiclón sobre la provincia en que iremos a cazar, pues en este caso hay más posibilidades de tiempo estable. Si habrá mucho viento o no, lo insinúa la separación entre isobaras (son aquellas rayas que rodean los anticiclones o las tormentas). Si estas rayas están muy juntas, tendremos viento y, en caso contrario, habrá calma.
Cuando hay anticiclón y tiempo estable hay menos viento y, si lo hay, tendrá una tendencia a mantener su dirección. Si el tiempo está revuelto el viento no está fijo y tiene tendencia a revocar y, en consecuencia, a traicionar de cara al jabalí. Si el viento no está como corresponde (regla de oro) recoger todo e irse. Normalmente sabemos cuando tenemos mal el viento es cuando se nos enfría la nuca.Y siguiendo con el invierno, si llueve o nieva, mejor no salir, pues es muy probable que uno puede sufrir los rigores del tiempo si no está acostumbrado. Aunque personalmente he comprobado que cuando peor está el tiempo, más se confían los jabalíes, posiblemente porque los ruidos y olores no se esparcen como cuando el tiempo esta normal. Por último, las horas de luz son menos y el cochino sabe que tiene más tiempo para comer.
La única ventaja del invierno es que, cuando hay luna, esta alumbra muy bien cuando está en pleno invierno o sea, diciembre y enero.
El verano es menos hostil para el cazador apostado. El tiempo suele ser más estable, no hace frío y los jabalíes, hartos de que los martiricen los parásitos, salen a caminar un poco más temprano, de forma que puede ser más factible el tiro entre dos luces, o sea, al anochecer. Si ha caído un buen chaparrón por la tarde, podemos decir que éstos se levantan y salen incluso más temprano. Y no digamos cuando empieza a alborear después de una noche de tormenta y aún sigue nublado. Se "olvidan de mirar el reloj" y se quedan un rato más. No obstante, en verano la luna alumbra menos, porque está más baja y hasta podemos tener problemas para dispara si la tenemos de frente.
Un factor que, por supuesto, es primordial, es la luna. El cálculo de los buenos días lo efectuamos con la ayuda de algún calendario que nos indique el día del mes que hay luna llena. De ese día para atrás hay cuatro o cinco días buenos y explico por qué: es muy importante que, cuando sea ya de noche, alumbre ya la luna, y eso pasa aunque no esté llena, los cuatro o cinco días anteriores.El jabalí entra muchas veces entre dos luces o justo al hacerse de noche por lo que son estos momentos cruciales en los que conviene poder ver lo más posible. Las personas jóvenes pueden ver más en la oscuridad que los mayores, por la sencilla razón de que a estos últimos se le dilata menos la pupila. Por esto podemos decir que la necesidad de luz es directamente proporcional a la edad. El día de luna llena ésta sale, más o menos al hacerse de noche y cuando aún nuestra vista no se ha acostumbrado bien a la oscuridad. A partir de ese día la luna sale cada día unos 50 segundos más tarde, con lo cual no tenemos unas condiciones aceptables de iluminación en momentos que pueden ser decisivos. A partir del momento en que ya hay, por lo menos, media luna, ya que alumbra bastante bien (sobre todo en invierno). Además hay que tener en cuenta que, desde que asoma la luna por el horizonte hasta que empieza a alumbrar bien, pasa una hora. Si además estamos en una hondonada, puede que los bordes de ésta oculten la luna hasta bastante más tarde.
La elección de la fecha para apostarse, con el permiso del buen tiempo, debe hacerse teniendo en cuenta la fecha prevista de plenilunio (luna llena) y teniendo en cuenta si el puesto domina el horizonte o, por el contrario, si está en zona baja que, por sus características, "retrase" la aparición del satélite natural.El lector deducirá fácilmente que los acechos con luna pasada, es decir con los días siguientes a las que hemos descrito anteriormente, son buenos al amanecer, pues antes de que amanezca aún alumbran lo suficiente.
Los prismáticos son herramienta fundamental para un cazador en el apostadero y principalmente para la noche, por lo tanto, tratar de adquirir unos prismáticos de la más alta luminosidad que permita el bolsillo. Siempre se debe antes de "encarar" el fusil, echarle un vistazo con los prismáticos a aquello que creemos puede ser un vacuno. No disparar nunca sobre algo que se mueve en la noche sin haberlo identificado previamente (regla de oro). La inexperiencia y el apuro tienen, en muchos casos, la culpa de una desgracia.
Unos prismáticos de 7 x 50 o de 8 x 56 pueden ser suficientes, tanto en lo que se refiere a aumentos como en lo que se refiere a luminosidad (factor crepuscular o capacidad de ver en condiciones de luz muy escasas). Hay muy buenos prismáticos japoneses, alemanes y austriacos. De día todos son excelentes. De noche, el que esto escribe se queda con los alemanes y austriacos al igual que las miras telescópicas ya que es en éstas condiciones de luz en las que la diferencia entre una buena óptica y la mejor salen a relucir. Se pueden adquirir con protección de goma contra golpes, de mayor o menor peso, más bonitos o más feos, pero lo que importa a la hora de la verdad es su número de aumentos y su luminosidad.
Con respecto a la seguridad podemos decir que nunca debemos olvidar que por encima de la caza de un jabalí está la vida de un ser humano. Siempre se debe estar bien seguro antes de hacer el disparo. El proyectil que sale de un cañón de un rifle lo hace a velocidad doble o hasta triple de la del sonido y está concebido para hacer el mayor destrozo posible, para matar cuanto antes. No es un proyectil de guerra (blindado), es un proyectil de caza, expresamente hecho para cazar, con punta blanda, de plomo.
También quisiéramos aconsejar sobre las precauciones que debe tener el cazador una vez que ha finalizado el aguardo y es el desplazamiento a pié, de noche, que retoma a su vehículo o a la casa por zona supuestamente de caza, sea terreno libre o dentro de un coto que conocemos a la perfección. Lo más práctico es encender un cigarrillo, si fuma, o bien, encender una linterna a intervalos. Tratar de caminar siempre por caminos o senderos, evitando el campo traviesa, y si va acompañado, hablar constantemente con voz fuerte.
La observación ocular del puesto durante los minutos previos a la puesta de sol es fundamental. Nadie es culpable de quién esto escribe esté algo débil del oído, causa ésta de las muchas veces de haber disparado el viejo .308. Por ello no es de extrañar que esta nota me parezca importante, pues en mi caso, es la vista la que trabaja.
Al llegar a cualquier puesto o apostadero desde el que se pretende llevar a cabo una espera conviene aparte de hacer otras cosas que mencionaremos, tomar buena nota de todo lo que nos rodea, antes de que se haga de noche. Ya que no tenemos mejor cosa que hacer hasta que se ponga el astro rey, ir retratando y memorizando en nuestra memoria todo aquello que, cuando sea de noche pueda verse distinto. Aquel arbusto con forma de chancho o aquellas ramas secas que se asemejan a la cornamenta de un ciervo o, si hay otros cazadores apostados, saber bien en qué lugar están, para tener en cuenta que en esa dirección no debemos disparar bajo ningún concepto. El formato o silueta de los montes cercanos que se recortan en el horizonte, la luz de alguna casa pueden servir de referencia para muchas cosas. Tampoco está de más tomar nota para saber a que distancia está tal o cual cosa, pues luego, de noche, a uno le parece que el animal está mucho más lejos de lo que realmente está.
De noche, si uno se queda mirando muy fijo algún bulto, acabará viéndolo moverse. ¿Es un espejismo producto del sueño o es, quizás, un espejismo producto de las tremendas ganas que tenemos de verlos entrar? No lo sé, pero pasa. De todas maneras, esa tremenda mole o silueta de un buen cochino de noche es más negra que cualquier otra cosa y, desde luego, a partir de ese momento se acabaron los espejismos. Pero esto pasa y como anécdota una vez le pegué un tiro en el codillo a un estupendo matorral convencido que era un tremendo macho que estaba parado, venteando.
Es aconsejable y nunca está de más, al bajar del vehículo o bastante antes de llegar al puesto, evacuar las necesidades de uno, para no tener que hacerlo luego en el puesto o en sus alrededores porque a uno le entren ganas en el momento más inoportuno. Mejor es, aun, hacer estos deberes en casa, antes de salir….
Una vez en el puesto, desenfundar, comprobar que el cañón está limpio, sacar la munición y cargar el arma, dejándola bien apoyada y en seguro. Si la mira telescópico es variable, dejarla en el mínimo de aumentos, tiempo habrá para ajustarla a la distancia necesaria. Sacar los prismáticos y regularlos a la distancia en que hayan de trabajar. Luego de noche será más difícil ajustarlos bien. Limpiar con un pañuelo limpio los lentes de la mira y de los prismáticos. Dejar en lugar bien a mano la munición de repuesto, la linterna, el cuchillo, si no lo tenemos en la cintura, la bebida caliente o fría (según la época), nunca alcohol, y algo sólido para engañar al estómago, esto último bien protegido de las posibles hormigas. Si llevamos ropa de abrigo o mantas, dejarlas a mano para cuando la vayamos necesitando. Todas estas cosas es mejor hacerlas cuando aún tengamos luz diurna, más tarde todo esto será más complicado, y lo que es peor, más ruidoso.Hay que acomodarse lo mejor posible, porque quizás la espera puede ser larga y el trasero no está generalmente educado para aguantar una incomodidad prolongada, aunque llevemos un almohadón para sentarnos. Por último se debe familiarizarse con el entorno y darle un repaso mental al capítulo anterior. Es importante revisar los posibles ángulos de tiro por si debemos apartar alguna rama que nos estorbe y limpiar bien el suelo en nuestro derredor de hojas secas y piedras que puedan hacer algún ruido de noche si nos movemos.
Mientras uno está esperando que vaya oscureciendo, el oído y la vista deben estar bien alertas ante lo que tiene por delante… Teniendo esto bien presente y dejando por un momento de lado la posibilidad de que entre algo, pueden pasarle a uno cosas como éstas:
Sentir que no se tiene bien el viento. Por lo tanto habrá que marcharse o esperar a ver si cambia el viento antes que se ponga el sol. Si el tiempo no está revuelto, a lo mejor más tarde puede cambiar.
Estar empezando a sospechar que algo se mueve allá adelante, estar entre dos luces y pasa un zorro. En este caso uno debe tomar la decisión si le sacude un "trabucazo" o lo deja pasar, por eso de que "detrás del zorro viene el guarro". No olvidemos que hemos venido a cazar jabalíes y no a tirarle a otras cosas, por lo que es desaconsejable en extremo tirar a los zorros en estos momentos.
Los visitantes alados, sobre todo en verano, no dejan de rondar todas las partes de nuestra humanidad no cubierta por ropa y… aun en algunos casos llegar a traspasar camisetas, chaquetas, camisas y jersey. Muchos utilizan repelente, yo, personalmente trato de no utilizarlo por el olor que transmite. Recordemos que éste es un olor o aroma que el jabalí no lo tiene contabilizado en su medio ambiente, por lo tanto desconfiará, aunque evidentemente si el aire te viene bien el animal no tiene porqué olerte ni oler nada. De pronto a uno le empieza a picar la nariz y tiene que poner rápidamente en práctica los trucos para no estornudar. Si se le llega a escapar el estornudo y éste rompió el silencio del monte, el enfado interior que le entra a uno es considerable, al igual que si se te escapa una tos. Lo peor es cuando a quién le sucede es a tu acompañante, ya que el cazador suele arremeter (eso sí en voz baja) de manera furibunda contra él durante unos 10 segundos, mascullando toda serie de improperios.
Para aquellos que son fumadores y tosen constantemente, una posible solución puede ser taparse la cara con un jersey o lo que puedan tener a mano. No olvidarse de llevar caramelos para aliviar la misma.
Puede ocurrir (como ya me ha pasado algunas veces) pasar un susto mayúsculo con la pasada de una lechuza o búho por sobre la cabeza, molesto porque vio algo que no conoce o porque estamos invadiendo su territorio, y que sigue dando vueltas hasta que se le da a entender que se puede llevar un "gorrazo".Por último, si uno hace la espera acompañado, hay que asegurarse que éste tenga algo de experiencia en estos temas, pues si no lo es, en cuanto se haga de noche y se quede "frito" si no ronca, pase, pero si llega a roncar el tema cambia… será una noche perdida y una noche de enfado asegurado….
Independiente de estas y otras muchas cosas que pueden pasar mientras uno está apostado, tiene una multitud de sensaciones que, al menos para quién esto escribe, contribuyen en gran parte a hacer de la espera un placer muy, muy especial.A medida que se va haciendo de noche, el silencio y la calma comienzan hacerse dueños de la oscuridad. Alguna luz en el horizonte parece hablarle a uno de las gentes que allí viven… Se siente como la suave brisa del anochecer corre por el monte entre lentisco, chaparros y sabinas. Se comienza a oler a noche y a escuchar el ruido del silencio, ese silencio que provocan las sombras de la luna.
Más tarde cuando la luna ya ha dejado de besar el horizonte que la ve salir cada día, quizás tenga uno tiempo de admirar, una vez más, la grandiosidad del cielo, del firmamento con esa inmensidad de estrellas a pesar de la luna, que aún se ven… Uno que ha visto otro atardecer en el monte y otro amanecer en la sierra, que ha escuchado el silencio y que ha vivido la oscuridad … ¿Qué más puede pedir en la vida un cazador? Creo que hay que aprovechar el tiempo que uno tiene para disfrutar de la grandiosidad de estos momentos en que uno esta apostado, preparando sus sentidos para que salten en cualquier instante, listos para jugar un nuevo lance….
Como bien dice Ortega y Gasset: "el hecho no es solamente cazar, sino estar cazando".

Pues bien, avanzando en mis recuerdos, esa noche llegamos tarde y, después de saludar a los guardas y cenar algo, nos acostamos. A la mañana siguiente nos levantamos muy temprano. El plan era recechar un rato y luego cebar. Y ¿Qué era eso de cebar?. Con esa pregunta que me hice a mi mismo pero que por vergüenza no hice en alto nos fuimos los dos al monte. A eso de las diez, nos acercamos a la casa de Quico, el guarda mayor, y después de preguntarle Carlos que puestos estaban más tomados, cogió un saco con maíz y un bote con gasoil y nos fuimos al campo. Cuando le pregunté si el gasoil era para el coche se echó a reír. “no” me dijo. “es para los cochinos, para que se revuelquen. Les encanta y se acercan como moscas”. Luego me enteré que el gasoil les libraba de parte de los numerosos parásitos que tiene el cochino en la piel y que les alivia los picores. En fin, anduvimos monte arriba y monte abajo echando maíz y gasoil cerca de unas torretas que había dispersas por el monte y que hacían de posturas de espera. En todos los puestos pude observar huellas de venado y de cochino de todos los tamaños por lo que la cosa prometía. Después de comer y de una buena siesta mi primo me preguntó si tenía foco. Como le dije que no ya que nunca había cazado de esta manera acoplamos como pudimos a un rifle que me había prestado mi padre una linterna gorda, cogimos unas mantas y nos fuimos al campo. Mi primo me colocó en uno de los puestos que habíamos cebado por la tarde y me dio el siguiente consejo: “si te entra un cochino solitario déjalo comer y tirale cuando esté confiado. Nunca enciendas la luz para buscarle. Solo para tirar. Y si entra una piara, no la tires ya que serán hembras y crías”. Después de decirme esto me deseó suerte y se fue. Allí quedé yo, en mitad del monte, solo, con un rifle, una linterna, cuatro balas y una manta. Subí como pude con todos los bártulos a la silla que se encontraba en el árbol y observé el maravilloso atardecer. Cuando todavía era de día oí bajar por mi izquierda una piara. Me puse muy nervioso. Pasaron a unos 80 metros del puesto y, como soy zurdo, me entraron a mano cambiada. Como iban de paso y no al puesto pensé que sino tiraba se irían así que, haciendo caso omiso a los consejos de mi primo y cambiando el rifle de mano, apunté al gordo y tiré. Carreras para todos los lados, ruidos de ramas rotas y silencio. Yo estaba seguro que le había dado pero cualquiera se bajaba del árbol con lo poco que se veía ya!!.

Con éstas se hizo de noche y me entró un pavor tremendo. Allí solo, en mitad de la noche, rodeado de “peligrosos” animales dispuestos a atacarme al primer descuido… estaba aterrorizado. Al mínimo ruido encendía la linterna, y eso que estaba encima de un árbol. Si llego a estar en el suelo me muero. Al cabo de unas tres horas escuché el disparo de mi primo y pensé que ya quedaba menos para irme a “territorio seguro”.

Al poco rato escuché un ruido de pasos cerca de mí y pensé-“o es un cochino o viene algo a por mí” e ignorando, por segunda vez, el buen consejo de Carlos, encendí el foco, lo busqué y le solté todo el cargador del .300 automático de mi padre. El pobre quedó como un colador. En esas llegó Carlos y, como venía conduciendo, no oyó el ruido de la “salve” que le había lanzado al pobre cochino. Cuando le dije que había hecho doblete no se lo podía creer.

El segundo resultó ser una cochina de 60kg y el primero, otra guarra de unos 80kg no la encontramos hasta el día siguiente. El caso es que, a pesar del miedo que pasé en el puesto, la maravilla de la soledad de la noche en el campo unida a haber “tocado pelo” y la emoción de escuchar un cochino entrando, despertó en mi una enorme curiosidad y unas tremendas ganas de repetir esa aventura.


Al día siguiente volvimos a colocarnos y repetí lance. Al rato de colocarme una corza se me aproximó, sin ninguna desconfianza, y estuvo comiendo a escasos metros de mi atalaya. Más tarde, ya anochecido, me entró una piara y, sin esperar a que se acercasen al cebo, tiré al primero que metí en el visor. Otra hembra, claro.
Nuestro “armamento” de espera. En la imagen se puede ver la linterna unida con cinta aislante al rifle de que me prestó mi padre. Como han cambiado las cosas…

Así, entre cochinos, esperas, recechos y alguna que otra copa en la terraza de casa pasé los cuatro días de, quizá, mi mejor semana santa. El domingo por la tarde hice recuento de mi “zurrón”: dos dobletes y otros dos sueltos, seis cochinos en cuatro esperas. Lógicamente, mi conclusión, totalmente alejada de la realidad, fue que eso de las esperas estaba “chupao”. Mi primo no se podía creer la suerte que había tenido, aunque todos fueran hembras. El sí conocía las dificultades de las esperas…Tiempo después, el muy pícaro me confesó que el último día de aquella semana santa me colocó en un puesto sin cebar, por el pique que tenía con mi buena suerte y, aun así, cacé uno!!!

A partir de esa semana santa mi vida como cazador cambió. Solo vivía por y para la siguiente espera. Eso de colocarme y tirar era una maravilla. ¡Que equivocado estaba!... Durante un tiempo cacé muchos cochinos, siempre hembras. No olía un macho ni por casualidad.
Cuando me quejaba de mi mala suerte con los machos, los más experimentados me decían que el cazar un macho de espera era para licenciados y no para aprendices y que tenía mucho que aprender hasta que llegase ese momento. Que razón tenían. Poco a poco, espera tras espera, empecé a conocer los secretos del aire, a permanecer inmóvil y a aguantar el cochino sin precipitarme con el tiro, disfrutando y aprendiendo del comportamiento del animal en su medio natural.

Al principio y por mucho tiempo esto se convirtió en una misión imposible. Tenía tantas ansias de novato que al menor ruido ya tenía el seguro quitado y el foco encendido. Muchas veces, al tirar una cochina, había oído gruñir a otro cochino, el macho, que estaba a la espera detrás de una mata. Esto me enfermaba. De nada servían los consejos de la gente y el que me mentalizase antes de ir al puesto. Al primer ruido no me podía contener. Y ¿el miedo a la noche?. Tremendo. Me costó mucho tiempo acostumbrarme a ese medio tan hostil para los noveles en esperas y tan familiar para los ya avezados. No bajaba del árbol ni a tiros hasta que me recogían y creo que si alguien le hubiera pegado fuego al árbol me hubiera dejado quemar allí arriba antes que bajar!.

Si de algo me puedo sentir orgulloso como “discípulo” de los mayores es de haber sabido y saber escuchar todos y cada uno de los consejos que me han dado y me dan en la vida. Nunca he despreciado un consejo, aunque éste haya venido de un cazador más novel que yo. En la vida siempre se aprenden cosas nuevas y la única manera de poder hacerlo es estando atento, escuchando y analizando cada comentario que te hagan.

Y gracias a todos estos consejos, unidos a la experiencia que he ido adquiriendo con el paso de los años, me han ayudado, día a día, a disfrutar más en el campo como cazador que soy y como admirador de toda su fauna.


CAPÍTULO IV: MI PRIMER MACHO - LA RECOMPENSA A LA CONSTANCIA.

Mi primer macho tardó tiempo en llegar pero, como todo en la vida, cuando se pone ilusión y ganas las cosas se terminan consiguiendo. Fue en Valmayor, para variar. Una semana santa fui allí con mi primo y su, por aquel entonces novia y hoy mujer, Belén. Días antes me había presentado Belén a una amiga suya que se llamaba María, con la que empecé a salir. Yo estaba dispuesto a no cazar esa semana santa para quedarme con ella en Madrid (lo que hace el amor!..) pero como se tuvo que ir a Sevilla con su familia “emigré” al monte a pasar las penas de amor junto a mis amigos los cochinos.

Nos recibió un tiempo de perros, con viento, frío, lluvia, granizo, nieve, y yo que se que más inconveniencias meteorológicas. Un tiempo “ideal” para esperas, como os podéis imaginar. Las dos primeras esperas fueron infernales. Volaba encima de la silla de espera, venteando como un demonio en todas direcciones y sin, lógicamente, ver un guarro. En nuestra tercera tarde de esperas, Carlos me dijo que ya estaba harto del tiempito que teníamos y que esa noche no se colocaba.
Como yo había observado que, debido al mal tiempo, los cochinos no se habían movido prácticamente de sus encames esos días, deduje que, a poco que mejorara el tiempo, aunque fuesen un par de horas, saldrían a tropel. Así que, armado de paciencia y de varias mantas, me fui al monte. Selín, amigo y guarda del coto, me acercó hasta el puesto con su coche y allí me quedé, subido a un árbol, a merced del viento, del aire y del frío. La noche empezó tremenda. Primero llovió, luego granizó y por último nevó un poco. Hacía un aire como para tirar los cochinos al vuelo con postas y un frío como para que fueran con abrigo y petaca, pero ahí seguía yo, estoicamente abrazado al árbol para no salir volando, pelado de frío y empapado. Después de dos horas de calvario paró todo. El aire pasó de huracán a brisa, las nubes desaparecieron y la luna llena de semana santa asomó saludándome entre las nubes. Había acertado!!. Al rato, tal y como había supuesto, empecé a escuchar a los animales salir de sus encames en busca de comida. El sonido de una rama partida me puso en alerta y al segundo vi asomar el bulto negro de un cochino mediano que, sigilosamente, se aproximó al comedero. La luna empapaba con su plateada luz el lomo del cochino comiendo en el comedero, totalmente ajeno a mi presencia y esta imagen, unida a mi agotamiento provocado por las inclemencias del tiempo hizo que, sorprendentemente, cogiera los prismáticos en vez del rifle y me pusiese a observarlo con tranquilidad. Esta fue la primera vez que, como cazador de espera, le daba al lance su verdadero valor, disfrutando como un enano del cochino comiendo. Le observé durante un rato largo mientras comía, fijándome en sus gestos y en su actitud siempre alerta. Esta actitud mía, desconocida hasta el momento, no me duró mucho la verdad y, poniendo la cruz del visor en el codillo del confiado cochino, puse fin al lance con un certero tiro. El silencio del momento se rasgó brevemente con el tiro y la corta carrera del animal. Jaras, pataleo y…silencio.
El tiro lo oyeron en casa por lo que no tardaron en venir a buscarme. Como yo seguía reticente en bajar solo del árbol, esperé pacientemente allí encima pensando sí ese cochino era mi primer macho o no. Tenía la intuición que sí, pero no me quería hacer ilusiones. Al fin llegaron, bajé y lo pisteamos. Y allí cerca, metido en un lentisco, iluminamos con la linterna al guarro. Era macho, medianete, de unos 60kg y con poca boca, pero a mi me pareció un trofeo fantástico. Esa noche lo celebramos por todo lo alto en casa. Mi primo había traído una botella de champagne y una tarta por si acaso mataba mi primer macho y la tuvo que abrir….Con las navajas, como buen novio enamorado, mandé hacer una pulsera para María quién para desgracia personal, la perdió al poco tiempo. Menos mal que hice una tabla con una réplica!!!.


Durante los años siguientes seguí haciendo esperas en Valmayor con unos resultados mediocres, no por la densidad cochinera del coto (que es bastante elevada) sino porque seguía, con esa ansia de cazador novel, tirando a lo primero que se movía, por lo que casi siempre la victima era una pobre cochina o primal. Eso hizo que me ganase a pulso el triste mote de “mata guarras” y de “easy trigger” entre mi familia y amigos, mote que me persiguió durante varios años para vergüenza mía y que me ha costado una barbaridad quitarme…


…El tiempo pasó. Entre tiro y tiro, entre lentiscos y jaras, empecé y terminé el bachillerato y me convertí en arquitecto de profesión y cazador de vocación. De lunes a viernes, entre planos y ladrillos, entre presupuestos y mediciones, soñaba y sigo soñando sólo con una cosa: Que llegue el viernes para irme de espera. En estos montes de España, encima de una sabina o debajo de un chaparro he encontrado y encuentro, fin de semana tras fin de semana, la verdadera felicidad, la verdadera paz y a mi verdadero yo. Tras tantas horas, tras tantos sueños entre jaras y encinas, sabinas y aulagas, el campo y la caza hace mucho que dejaron de ser un hobbie y se han convertido en una forma de vida para mi….o quizá en algo más.



CAPÍTULO V: CUENCA y ….. “GABY”.

Mi punto de inflexión como cazador de esperas fue mi salida de Valmayor. Por motivos familiares, tuve que dejar de cazar en Valmayor durante varios años y, como no tenía otro sitio para cazar, estuve una temporada sin salir al campo con un rifle al hombro. Cuando mi desesperación como cazador alcanzaba ya límites insospechados un amigo me comentó que había visto en una armería un anuncio publicado por un tal “Gaby” en el que se anunciaban esperas y monterías en una finca de Cuenca que, al parecer, tenía arrendada éste señor. Como la cosa no tenía mala pinta, Carlos, el amigo “descubridor” (David) y yo llamamos por teléfono al tal “Gaby” y quedamos citados con él en un bar llamado “La Isla de Gaby”, de su propiedad. El sitio era infecto. Nos recibió un individuo bajito y con un aspecto infame, el cual, entre copa y copa de whisky, nos estuvo hablando durante horas de las excelencias de su coto. Nos dijo que había mucho guarro y algún venado, que el se ocupaba de cebar los puestos y que, si durante la temporada de esperas no tirábamos nos devolvía el dinero. Como no teníamos otra cosa y éramos bastante “pichones”, nos apuntamos.

El sábado siguiente los tres, acompañados por nuestras respectivas novias, cogimos los coches y nos fuimos a ver el coto.

Este estaba situado en una bonita finca con aguaderos, bastante chaparro y montazo y poca siembra. Después de enseñarnos los puestos de espera (los que le interesaba a él enseñar) y algunos carriles, nos fuimos a comer a un bar del pueblo más cercano y regresamos a Madrid.

Al fin de semana siguiente, llamamos a Gaby y fuimos a hacer nuestra primera espera. Gaby se colocó conmigo en un puesto llamado “el Lagartito” y Carlos, junto con un amigo común (Santiago Castañeda), se colocó en otro. Llegamos al puesto casi de noche. Había algo de luna y corría una suave brisa de cara. Gaby no paraba de fumar y toser. A mi se me había olvidado cargar la batería del foco y encima estábamos colocados a una distancia entonces para mi enorme, del comedero. Lógicamente, tenía todas las papeletas para que no nos entrase nada. A las dos horas, después de uno de los ataques de tos de Gaby, nos entró una piara y, apuntando como buenamente pude, tiré al que me pareció más gordo. En el tiro vimos sangre. Al menos había acertado el tiro pero como era ya muy tarde y teníamos que volver a Madrid, Gaby se comprometió a pistearlo al día siguiente. Nunca sabré si el cochino era bueno o no porque “dijo” que no lo consiguió cobrar. Nunca sabré la verdad. Mi opinión, después del tiempo, es que lo cobró y se cayó ya que la sangre, bastante roja y con algo de espuma, parecía de pulmón…

Pocas esperas más hicimos allí. En una me coloqué con mi padre y, como no paraba de roncar, no nos entró nada. En otra, se me cayó el rifle antes de colocarme y, como se me movió el visor, fallé el tiro de forma estrepitosa.

En esta finca María y yo vivimos nuestra primera espera juntos. Nos colocamos en un puesto llamado “el Galán”, nombre muy apropiado para la ocasión, una especie de caseto en mitad del monte, con un banco corrido, una tabla de 1m alrededor y una cubierta de chapa que hacía un ruido tremendo. Al poco de anochecer oímos un ruido por nuestra derecha. Le comenté a María que muy posiblemente se trataba de un cochino solitario, posiblemente macho, y que teníamos que estar muy quietos. No se si venteamos al guarro o si nos cortó nuestra entrada pero el caso es que al cabo de unos cuantos minutos de impaciente inmovilidad y silencio el cochino nos soltó un bufido a unos cinco o seis metros por detrás que nos puso el pelo de punta. Eso y su carrera fue lo único que supimos de ese cochino. Alguna espera más hice en ese puesto pero sin ningún resultado positivo.

Poco tiempo después decidimos dejar de cazar en esa finca ya que llegamos al convencimiento que si bien él nos cebaba los puestos, también cazaba todo lo que valía la pena, dejándonos sólo las piaras. Yo había tenido la suerte de tirar, por lo que Gaby no me devolvió el dinero. Al resto del grupo si. Al menos cumplió su palabra….

Volvía a las andadas. No tenía finca para cazar.


CAPÍTULO VI: EL PRADO DE LOS COCHINOS-EL GRAN DESCUBRIMIENTO.


Al poco tiempo, mi padre “fichó” como guarda de una pequeña finca que tenemos en la sierra de Madrid a Félix, natural de un pueblo llamado Boya, tierra de cazadores situada en las estribaciones de la Sierra de la Culebra. Al poco tiempo descubrí que Félix no sólo era una excelente persona y guarda sino también un excelente cazador y esperista. Un día, dando un paseo con Félix por un prado cercano y de nuestra propiedad, vi rastro de cochino. Como el prado era un pelado cercano al pueblo no le di importancia al asunto hasta que Félix comentó lo bueno que era el sitio para hacer esperas. “¿bueno?” dije yo. “pero si es un pelao!”. “si, un pelado que linda con la sierra de Guadarrama, con ganado, agua y tranquilidad. Aquí entran todos los días, seguro” me contestó. Bastante escéptico, le dije que si el pensaba eso, hiciera un puesto a ver que pasaba. Al poco me enseñó un cochinete que había cazado. Se me quedó una cara de tonto tremenda. Así que era cierto!. Allí había guarros!!.

Félix, amigo y guarda de nuestra finca de Gudillos (San Rafael) y uno de mis maestros como esperista, en el “Prado del Cojo”.

No tardé en empezar a ir con Félix al prado para ver rastros y mejorar el puesto que había hecho. Este se trataba de una baña natural al fondo del prado, muy tomada por los cochinos al lado de la cual echaba de vez en cuando unos puñados de maíz. Félix había preparado la postura al otro lado de una pequeña tapia por donde entraban los guarros. Aunque el insistía que el sitio era ese, preparamos un puesto enfrente, recibiendo de cara a los cochinos ya que el suyo me pareció demasiado próximo a la entrada de los guarros.


La cosa quedó así, no volviendo a aparecer por allí hasta que un día recibí una llamada de Félix diciéndome que estaba entrando un cochino tremendo a la baña. Inmediatamente me puse en marcha y una vez solicitados todos los permisos necesarios para la espera empecé a colocarme para intentar cazar ese guarro que, como pude observar, dejaba una muy buena huella en la baña.

Las primeras esperas las hice en la postura nueva. Nada. Entraba cuando no me colocaba por lo que no fue difícil deducir que me sacaba el aire. Cambié de postura en varias ocasiones pero el cochino parecía adivinar el sitio. Un día me entró al mismísimo puesto, por detrás y después de echarme la bronca bufando, se fue por donde había venido.

Gracias a ese cochino me doctoré como esperista. Treinta y dos esperas me costó cazarlo. Le esperé en todos los sitios posibles, obteniendo un fracaso tras otro. A más de una espera me acompañó la pobre de María. Y digo pobre con toda la intención ya que la pobrecilla aguantó frío, nieve, lluvia…. Incluso un día se metió en un pozo para no ventear. Cierto es que en dos ocasiones espantó al cochino al moverse pero ¡que le íbamos a hacer! Bastante aguantó la pobre. Incluso un día se colocó un amigo de mi padre, Pepe Torresquevedo. El cochino (casualidades de la vida) le entró como un cordero por el camino!. Por desgracia para él y por suerte para mí, llevaba unas balas con la pólvora pasada que mi padre le había dejado sin querer (algo que le agradeceré toda la vida) y no le consiguió acertar.

Probé con éste cochino de todo, sin resultado. Cuando no me colocaba entraba. Su huella era muy clara y se distinguía de los otros cochinos que entraban ya que, a parte de ser más grande, marcaba raro la pata trasera derecha, como si tuviera un tiro antiguo. Sin ninguna duda se trataba de un animal viejo y experimentado con muchas batallas en sus lomos y demasiado resabiado para un cazador como yo.


Un día Félix y yo hicimos la postura definitiva, un chozo. Nos pasamos una mañana entera cortando retama y uniéndola con cuerdas, a unos treinta metros de la baña. Como el aire venía de todos los sitios, decidí comprar un bote de spray vacío y rellenarlo de gasoil para rociar el interior del chozo al colocarme con la intención de disimular mi olor.

Y, un jueves de marzo, con la luna en cuarto creciente, cogí mi coche rumbo a la sierra para hacerle al cochino la espera número 32. Como María no pudo venir, Félix me acompañó y allá que nos fuimos. Ese día estrenaba rifle, un Regminton modelo “seven” de cerrojo, calibre 7-08, de segunda mano, al que le había acoplado un “visorcete” de 3-12x56. Después de disfrutar durante un buen rato de un atardecer precioso, el prado empezó a transformarse en sobras plateadas y retamas iluminadas por la luna. Unas tres horas después de anochecer, cuando el silencio empezaba a pesar sobre el monte vecino, escuchamos claramente dos cochinos peleando en él, a unos doscientos metros de donde estábamos colocados. Poco después del espectáculo sonoro que nos brindaron, oímos un ligero ruido al lado de la baña y vimos a un cochino deslizarse dentro si ningún tipo de desconfianza mientras que otro cochino, quizá atraído por el olor a gasoil que desprendía el chozo, pegaba el morro a escasos diez centímetros detrás de mi espalda, oliendo el gasoil y a mí. El momento fue tenso. Por un lado, un cochino en la baña y por otro lado otro, el que pensaba que era el mío, comenzando a bufar a mi espalda. Como tampoco tenía muchas opciones y el que estaba en la baña me había parecido grande le tiré, apuntándole al cuello. El otro, claro está, salió zumbando. “Al menos” pensé, “no me voy de vacío”. Después de fumarnos el cigarro de rigor para celebrar el momento, le propuse a Félix aguantar un poco más, ya que la noche estaba buena,… y tan buena… Al rato nos entró otro cochino y como las oportunidades de hacer doblete no se presentan todos los días, le zumbé otro tabucazo.
Al acercarnos, Félix hizo el comentario del año: “Son pequeños, sobre todo el primero”. Como estaban un poco enterrados en barro, Félix me dijo que no me preocupase, que él los sacaba. Je, je. El último, efectivamente, era pequeño, un machete de unos 50kg, que salió fácil. Pero el primero…el primero…no salía. Félix tiró de una pata, luego de la otra… nada. Al final, entre risas, le ayudé y entre los dos lo sacamos. Y lo que sacamos fue un cochino de unos 100kg, con una boca preciosa y…una pata trasera torcida de un tiro antiguo!!. Mi cochino!!. Al fin lo había conseguido, después de tanto tiempo!. Esa noche dormí realmente feliz por el trabajo bien hecho. El famoso guarro resultó ser un bronce alto, mi primera medalla.
Félix y yo con “el cojo” y el otro cochino. Una noche de espera inolvidable con un amigo.

A pesar de las “buenas” relaciones con el Seprona de la zona, he hecho más esperas en ese prado, cazando algún que otro cochino, aunque ninguno tan bueno ni tan sacrificado de cazar como ese.

Y digo “buenas relaciones” con el Seprona por una razón: A pesar del respeto y el cariño que le tengo al Benemérito Cuerpo de la Guardia Civil, algunos miembros del Seprona, especialmente los de ésta demarcación, están más preocupados por perseguir a los que consideran “los señoritos”, aunque hagan los aguardos en sus fincas, con todos los permisos y papeles en regla, que en perseguir a los verdaderos furtivos que, año tras año, hacen estragos entre la población de corzo de la sierra…. Como anécdota, una noche entraron en el prado, “recechándome” hasta el puesto sin ningún tipo de luz (una locura) y me requisaron el foco para luego, como tenía aprobado el uso de fuentes luminosas, tener que devolvérmelo, eso sí, roto. Otro día entraron en mi finca, a las tantas de la mañana, arrasando con su todo terreno nuestros pastos, para pedirme los papeles, en vez de esperarme tranquilamente al lado de mi coche, aparcado al lado de la entrada…
En fin, a pesar de esta minoría tan “peculiar”, con el tiempo he podido comprobar que, gracias a Dios, todavía quedan muchos, una amplia mayoría, que están verdaderamente preocupados y dedicados a proteger realmente la naturaleza y la caza y cuyo trabajo y dedicación no se encuentra, ni de lejos, valorado ni por los cazadores ni por el Estado, contando con unos medios paupérrimos para desarrollar su trabajo. Nadie les ayuda, nadie colabora con ellos y, si todavía hay un orden en el monte, es sin duda gracias a ellos. Deberíamos estarles agradecidos y ayudarles. Nuestros enemigos son los furtivos, no los que nos protegen de ellos…


CAPÍTULO VII: MI FUGAZ PASO POR LEÓN - UNA GENTE MARAVILLOSA.

Un día, visitando una armería, descubrí un anuncio de monterías en Ponferrada. Como el precio de las mismas era económico y la zona la desconocía María y yo nos animamos a ir. Tras informarme del sitio exacto y de la fecha de la montería a través del organizador, Miguel, un fin de semana cogimos el coche y nos fuimos allí. El pueblo y el monte eran una maravilla. Esa noche, mientras cenábamos en el hotel, coincidimos con otro cazador también nuevo en esa zona que curiosamente resultó ser pariente lejano mío y además también se llamaba Emilio.

Al día siguiente y detrás de Miguel, partimos hacia la finca. El coto lo tenían arrendado un grupo de amigos y lo habían preparado estupendamente. Dentro de la finca existía un pueblo abandonado y se las habían ingeniado para arreglar una de las casas para hacer de ella lugar de reunión y de junta.

Cazar no cazamos nada, la verdad, pero nos lo pasamos fenomenal. El grupo de gente era fantástico y la comida que nos ofrecieron todavía la recuerdo. Por encima de todos recuerdo a Cándido y a su orujo casero de miel. Jamás he probado un orujo como ese. Recuerdo también a José, persona cariñosa y atenta donde las haya, a Miguel, el organizador, siempre preocupado por nosotros… En fin, un grupo maravilloso que nos cuidó como si fuéramos sus hijos y con el qué, por circunstancias de la vida perdí el contacto. Allá donde estén les envío un abrazo enorme.


CAPÍTULO VIII: LLEGA GUADALAJARA….

Durante ésta época, mis esperas en el prado se solaparon con una feliz coincidencia. Un viernes, estando de copas con un grupo de amigos, uno de ellos, conociendo mi afición a la caza del jabalí, me comentó que un amigo suyo había cazado, hacía pocos días, un cochino tremendo en un coto del que era socio en Guadalajara. Como yo no tenía un coto fijo para cazar le pedí el teléfono de su amigo para que me hablase de ese coto y de la posibilidad de entrar como socio.
Dicho y hecho. Llamamos a su amigo y al rato ya estaba hablando con él de cochinos, puestos, cebaderos, etc. El coto se encontraba en el norte de Guadalajara, en el término municipal de Villel de Mesa, y lo tenía arrendado un amigo suyo. Dicho amigo vendía a un precio razonable una acción anual que consistía en esperas, rececho de corzo y una serie de monterías pero como ya estaba un poco escarmentado, después de lo del famosa Gaby, del asunto de las esperas en coto ajeno, preferí actuar con tranquilidad, yendo primero a alguna montería y viendo el percal antes de apuntarme.


La primera montería fue gloriosa. Jose Mari, así se llamaba el amigo de mi amigo, me llamó un miércoles para avisarme que ese sábado había montería y me envió un plano de cómo llegar a la junta y ese sábado, muy temprano, María, mi flamante y primer todo terreno, mi rifle y yo, enfilamos por primera vez el camino al coto. Al llegar nevaba y hacía un frío tremendo y encima en el bar de la junta no había ningún tipo de desayuno preparado. La gente nos miraba raro ya que, mientras todos iban con chaquetas de camuflaje y pantalones al uso yo, acostumbrado a las monterías del sur, iba con mis bávaros de cuero, teba y corbata.

El dueño del bar, el Chato (que con el tiempo se ha convertido en algo más que un amigo para mí, al igual que su familia), nos recomendó que fuésemos al hotel a desayunar, único sitio donde podíamos tomar algo sólido. Antes de subir, y como hacía un frío tremendo, le pedimos un café y él, mirándome muy serio me dijo “y si no quiero, que?”. Su contestación me dejó descolocado. Eran las ocho de la mañana, estábamos en un pueblo perdido de la mano de Dios, con un frío horrible, nevando y encima el “tío” del bar me salía con esas!!. Mis opciones eran dos, o bien darle un guantazo o encajar su salida de tono y callarme. Después de mirar a mi alrededor y ver el “tamaño” de la gente que poblaba el bar decidí encajarla y, educadamente, le respondí que “si no quería, pues vale”. Se echó a reír “menos mal, pensé, está en son de paz”, y nos puso el café.
Hoy en día, reunidos en su bar después de alguna espera, recordamos con nostalgia y entre risas éste nuestro primer encuentro. Cuando sale el tema, el Chato siempre me dice “¿te acuerdas lo que le contestaste a “la María” cuando te preguntó qué ibais a hacer con tanto frío?”. Claro que me acuerdo, le digo, “pues jodernos de frío y salir a cazar! Que a eso hemos venido!”… Y mientras nos reímos recordándolo, brindamos con un botellín de la mejor cerveza que nunca he probado, la del Chato.
Ese día, a la vuelta del hotel, en donde tomamos unos estupendos huevos fritos, vimos que Jose Mari todavía no había llegado y, como no quedaba mucho para el sorteo, me apunté en la lista de la montería.
Después de sortear el asunto empeoró. Como desconocía que en el pueblo no había gasolinera llegué con el depósito justo y como me preocupaba quedarme tirado a la vuelta le pedí a uno que iba a mi armada que me acercase al puesto. La respuesta del individuo, un tal Guadaño, no tuvo desperdicio: Me contestó que si no quería manchar mi coche, me fuese andando!.... Menudo tío. Pero ahí no quedó la cosa. Mi puesto estaba al final de un barranco por donde se suponía bajaban los cochinos. Y digo suponía porque el tío del coche, subido a un risco con un amigo suyo llamado Luís, se dedicó a cortarme todos los cochinos que me entraban. Mi enfado no tenía ya límite con el gordo ese y si no llega a ser gracias a María a lo mejor hubiera hecho una barbaridad. La guinda la puso el pobre postor, después de la montería, el cual, desconociendo lo sucedido, me pidió… ¡que le ayude a pistear los guarros del tío gordo!. Lógicamente le mandé a paseo de una forma no muy correcta, la verdad.


El pueblo de Villel es la capitalidad de todos aquellos del valle del Mesa. El arroyo, que nacido como tal en las inmediaciones de Selas, pasó antes por Turmiel y por Mochales, dejando en las tierras de su ribera un rastro fecundo, llega a Villel con la categoría de río. Luego se volverá juguetón en Algar para adentrarse poco después en tierras aragonesas. Villel de Mesa, por tanto, como todos los demás de sus pueblos colindantes, pertenecen a una comarca entre dos aguas que ellos mismos gusta conocerse por rayanos, es decir, por ciudadanos cuyo hábitat se encuentra en la frontera de dos tierras diferentes, y en este caso entre los antiguos reinos de Castilla y Aragón, de los cuales, en sus costumbres, carácter y formas de vida, participan plenamente.
Villel es un pequeño paraíso perdido en medio del valle. La ruina del castillo de los Funes destaca, y mucho, por encima del resto de los edificios, alzado sobre su aguja de tierra y rocas casi en el mismo centro del pueblo, en un lateral de la plaza. Al castillo de Villel lo hundió hace más de veinte años una chispa eléctrica que le cayó encima el día de San Bartolorné, en plena fiesta.
El pueblo se ofrece a primera vista como descolgado en la solana de un cerro que viene a refrescar sus pies entre la frondosidad espesa de la ribera. Un pequeño arco romano nos sitúa en la plaza apenas llegar. La plaza de Villel está dedicada al doctor don Pedro Gómez Fernández, un médico de Madrid que ha sido para muchos de sus vecinos algo así corno el padre del pueblo. La plaza es, además, parque y jardín; pues, en todo tiempo, y más todavía cuando se deja sentir la primavera, se convierte en un vergel envidiable. Al lado del arco crecen en permanente actitud de desmayo los sauces, alternando con los abetos, el boj y los rosales. En medio de una leve pasarela se luce bajo los sauces una bonita fuente o surtidor en forma de tarta nupcial. De cara a la plaza y en lugar preferente, se levanta sobre su columna de granito pulido el busto que el pueblo dedicó en su día al galeno benefactor don Pedro Gómez. Al otro lado de la carretera las huertas que riegan, cada uno en su parcela correspondiente, los ríos Pequeño y Cavero. El río Pequeño tiene su nacimiento allí mismo, bajo una peña que en el pueblo conocen por la Fuente de la Tosca. El Cavero, en cambio, o río Grande, es en realidad el mismo Mesa. Uno y otro juntan sus aguas poco más abajo en una misma corriente.
La gente de Villel es amable, y con un trasfondo señorial en su carácter que no todo el que viene de fuera es capaz de descubrir. Reflejos del pasado. Los mayores se dejan al hablar el tono baturro que da el terreno. Para subir a los barrios de arriba se puede hacer desde la plaza por cuatro calles distintas: la Empinada, la de Canónigos, la del Estanco y la calle del Horno. Algunas se pierden en pasadizos estrechos, con escalinatas que recuerdan a los de la Cuenca antigua. Escondrijos solitarios, como de leyenda, que alcanzarán su expresión más exacta de tipismo junto al pórtico solitario y romántico de la iglesia de la Asunción. Siempre que uno se detiene a ojear antiguas crónicas o legajos de hace siglos, referentes al vivir diario de los pueblos que conoce, no se explica tan fácilmente la velocidad vertiginosa con la que unos y otros entraron en nuestro siglo hasta llegar a transformarse. Leo como en Villel de Mesa se dio el cáñamo y el lino en cantidades tales, que muchas familias, de las cien de aquel entonces, vivían de la pequeña industria familiar del trenzado de hilo y de los telares del lienzo. Seguramente, hoy ni los más viejos del lugar lo recuerdan.
Villel, como veremos en su vecino Algar más tarde, es pueblo en el que a veces se queda un leve firlacho del corazón enredado entre las peñas. Un pueblo donde a uno le gustaría estar más tiempo. Al otro lado del río queda el Cerro de la Horca, y a espaldas del pueblo el Cerro de las Casas y el Llano. La estampa general del Villel de Mesa a eso de las cinco de la tarde, cuando el invierno según el calendario anda de caída, es de las que se fijan en la memoria con la fuerza del rayo, con la delicadeza de lo sublime aunque suene a paradoja. Una urraca solitaria acaba de tomar tierra sobre la piedra más alta del castillo.
Debido a la configuración del terreno en que asienta, a la falda abrupta de un picachón rocoso en medio del valle del Mesa, Villel tuvo siempre una importancia estratégica suma.
Asentó población en este lugar desde muy remotos tiempos, pues así lo confirman algunas excavaciones arqueológicas en el término, que le hacen remontarse a varios siglos antes de Jesucristo. Su origen, tal como hoy lo conocemos, ha de situarse en el siglo XII, cuando poco después de la reconquista del territorio de Molina, su primer señor don Manrique de Lara lo pobló y lo incluyó dentro de los límites jurisdiccionales que marcaba el Fuero, y que por esta zona alcanzaba hasta Sisamón.
A fines del siglo XIII, concretamente en 1299, la poderosa familia de los Funes, originaria de Navarra, y dueña a la sazón del castillo de Ariza, alcanzó la parte alta del valle del río Mesa, apoderándose sin problemas de todos lugares, torreones y fortalezas de esta zona tan estratégica. Entonces quedó por señor de Villel don Rui González de Funes, y de ahí pasó a su descendencia, que durante siglos detentó esta propiedad sin menoscabo, sirviendo unas veces al reino de Aragón, y otras al de Castilla, recibiendo sus sucesores, finalmente, el título de marqueses de Villel, en 1680. Unió este título, a la primitiva casa de los Funes, con los Azagras y Andrades, formando sus blasones el escudo del señorío de Villel.
En los últimos siglos perteneció al patrimonio de los marqueses de Almenara.
Entre los monumentos de Villel de Mesa, destacan su gran iglesia parroquial, dedicada a Nuestra Señora de la Asunción. Es obra arquitectónica del siglo XVI, y en ella se mezclan los estilos gótico y renacentista, con hermosa portada al mediodía, ventanales elegantes, y un interior majestuoso cubierto de bóvedas de crucería. En sus muros destacan algunos buenos retablos de pintura y escultura, de los siglos XVI al XVIII. El retablo mayor es barroco, y sobre él aparecen talladas imágenes de la Asunción de la Virgen, de Cristo Resucitado y de San Bartolomé. Tras el gran altar mayor aparecen restos de pinturas murales, aunque en mal estado de conservación. Es, finalmente, curiosa de ver, la hermosa pila bautismal, del siglo XVI, que con tallas de puntos, guirnaldas y florones se conserva en capilla a los pies del templo.
Distribuidos por el pueblo, hay varios ejemplares especialmente llamativos de arquitectura popular, y también la típica casona molinesa de los Semper-Ribas, que muestra en su portada un gran arco semicircular adovelado y un escudo de la familia. Sin olvidar la Casa de la Inquisición, en la cuesta que sube al castillo.
Pero el elemento más destacado del patrimonio arquitectónico de Villel de Mesa es el majestuoso castillo. Este castillo de los Funes se alza sobre un agudo peñón, que surge del mismo caserío. Es un ejemplo muy fiel de "castillo roquero" cuya planta se adapta totalmente al roquedal que le sirve de sede. Una gran torre orientada al norte sirve para la entrada; en su breve interior, hay un patio y en su extremo un torreón o garito estrecho. La torre de entrada servía de residencia y punto fuerte del bastión. No hace muchos años, un rayo desplomó algunas almenas de este castillo, construido de sillarejo y tapial. A sus pies destaca el palacio de los marqueses de Villel, obra del siglo XVIII, muy elocuente de la tipología de las casas nobles molinesas. Su interior conserva la estructura original. Por el pueblo aún pueden verse restos de la muralla que lo cercó desde el siglo XV. En las afueras, son de destacar la ermita de los Pastorcillos y la ermita de Jesús Nazareno. Todavía en el término de Villel, merece una visita al lugar denominado los Castelletes, en un alto sobre la orilla derecha del río, y que son los restos del antiguo y poderoso castillo de Mesa.
Las fiestas de Villel son en agosto, muy concurridas. En honor a San Bartolomé. Hay rito taurino en la plaza grande del pueblo: tras la lidia y muerte de los toros, el vecindario e invitados se comen el animal en ágape comunitario. Ahora ésta tradición ha quedado en desuso debido a las fuertes medidas sanitarias impuestas en éste país y a que, en una de las últimas corridas, se escapó uno de los toros al monte, dándole caza y comiéndoselo los vecinos del pueblo colindante de Mochales, algo que todavía no perdonan los habitantes de Villel.


CAPÍTULO IX: MI PRIMERA TEMPORADA - LA NOVATADA.

Mi primer año como socio comenzó de manera bastante “accidentada”. Y remarco lo de accidentada porque pocas semanas antes de abrirse la veda del corzo María, una prima suya y yo bajamos rodando con el coche un barranco en Salamanca y no nos matamos de milagro. Gracias a la solidez de mi Toyota y a la suerte que tuvimos podemos contarlo. El caso es que el coche quedó hecho unos zorros y tardaron tres meses en repararlo por lo que no pude ir al coto hasta bien entrado junio.


El Nogal - mi primera tabla de Guadalajara.

La zona en donde se me había ubicado para hacer esperas se encontraba en Soria, en el término municipal de Iruecha, lindando con Guadalajara y con el coto de Villel. Allí, entre otras cosas hay un valle sembrado precioso de unos 2km de largo que le da nombre a la zona en la que iba a cazar, Algondrón. En dicho valle, en un puesto llamado el Nogal cacé el primero de los muchos cochinos que en la zona he cazado y cazo. María y yo llegamos un viernes. Estrenaba coche ya que el otro lo había vendido y lo había sustituido por otro de la misma marca pero más moderno. Era la primera vez después de unos cuantos meses, que me iba a colocar de espera, por lo que estaba “cardiaco” perdido.

Después de dejar las cosas en el hotel y cambiarme me fui al monte. Teniendo en cuenta que en esa época del año las cosechas ya estaban en leche y que había luna decidí ponerme en el puesto del Nogal, al paso, sin saber siquiera si estaba cebado o no. Al llegar allí, después de colocar todos los arreos de espera alrededor de la silla, encima del risco, observé que algún socio caritativo había echado maíz, por lo que la esperanza de poder ver algo aumentó.

A las dos horas de estar sentado vi venir a lo lejos a una piara de unos cinco o seis cochinetes que, sin ningún reparo, se lanzaron sobre el maíz del comedero y empezaron a comer. Como ya tenía aprendida la lección después de lo mucho que me habían hecho sufrir los cochinos en el famoso prado y además se veía a la perfección por ser luna llena, aguanté tranquilamente sin tirar, disfrutando, a través de los prismáticos, de los animales dándose el atracón. Al cabo de un buen rato y por el rabillo del ojo vi asomar un bulto sospechoso del monte. Era un cochino solitario que se aproximaba de forma cautelosa al cebadero. Como imaginé que se trataba de un macho que, probablemente, había estado esperando acontecimientos en la linde del monte antes de salir a lo claro, me encaré rápidamente y a unos 100m de mi postura y de arriba a abajo le solté un zapatazo en la cruz, dejándolo seco en el sitio. Efectivamente era macho y bastante majo, por cierto, con unos cinco cm de navaja fuera y de unos 90 kg. Mi primera espera y mi primer cochino. La cosa prometía…que engañado estaba!.


Primeras conclusiones en Guadalajara.

Cada zona tiene su propia idiosincrasia “cochinera”. Yo me había criado como cazador de espera en un coto con valla cinegética en donde los cochinos entraban confiados y una espera a más de 40m es inconcebible. Los puestos se cebaban unos minutos antes de colocarse ya que de otra manera te arriesgabas a que el cebo se lo comieran antes de tiempo y los cochinos no solían desconfiar del rastro propio al cebar tan tarde.
El coto de Iruecha. Siembras corceras y monte cochinero. Que más se puede pedir!!.

En estos cazaderos se me rompieron todos mis esquemas “cochineros”. El primer cochino de espera fue más una casualidad que otra cosa. Durante mi primer año de esperas en ese coto no volví a tocar pelo. Me colocaba en los puestos que mis compañeros cazadores habían preparado durante mi “destierro” y aunque se veían tocados, no había forma humana de conseguir ver algo que valiese la pena. Esos continuos fracasos me llevaron a meditar muy seriamente si lo que fallaba era la densidad de cochino o mi estrategia. La zona, lógicamente, no tenía nada que ver con lo que había visto hasta la fecha. Aquí los cochinos están “zurradísimos”. La presión que se ejerce aquí sobre las poblaciones de cochino y corzo por parte de algunos agricultores que cosechan en compañía de una “paralela” y de algunos “cazadores” de la zona durante la media veda y la veda, “cazadores” de esos que llevan más balas y postas que sexta en la canana, unida a los ganchetes ilegales, y al creciente furtivismo de los “busca-trofeos”, es tremenda. Algunas noches he podido ver como, después de alguna copita, se han juntado dos o tres de la zona en el bar y, con la disculpa del exceso de zorro, se han ido a farear tirando zorros, cochinos, corzos y todo lo que vean por el camino. Y lo “mejor” es que esto lo hacen en su coto, sin pensar en el daño que con esto producen un monte abierto como es este. Pero, a pesar de todo, el verdadero daño lo causan los furtivos de verdad, los que farean con la intención real de matar, los que no tienen nada que perder, los que hasta ahora “trabajaban” en el sur pero que, con la novedad del corzo, comienzan a hacer de las suyas por esta zona. Este “cáncer”, todavía desconocido por la gente de la zona, es el que, si no se controla, terminará con estos paraísos naturales. Por eso, en estos lugares, los pobres animales, da igual edad o sexo, ya saben que cada vez que salen del encame se juegan la vida en cada paso que dan por lo que, ya desde que son bermejos o gabatos, toman las mismas precauciones que un macareno en Ciudad Real o que un corzo en Asturias, aumentando tremendamente la dificultad a la hora de cazarlos de espera y rececho.

Como decía y debido a estos factores, nuevos para mí, durante el primer año no toqué pelo. Las esperas las hacía en puestos situados a unos treinta metros o cuarenta del cebo, en sitios con “pinta” querenciosa y que, efectivamente, tomaban de vez en cuando, cuando yo no me colocaba…



El Francis-el gran error

Durante ese año realicé varias esperas a un cochino que dejaba buena huella en un puesto llamado “el Francis” en honor a Francis Franco que cazó durante varios años por la zona. El cochino tenía la sana costumbre de entrar el día que no me colocaba por lo que imaginé que me sacaba el aire. Después de cambiar dos o tres veces de postura sin resultado positivo decidí, justo antes del verano, hacer un pequeño hoyo a ver si así venteaba menos.

Unos pocos días después, nos colocamos María y yo en el puesto. Como íbamos dos, uno tenía que situarse más hacia la zona interior, viendo solo el comedero, y el otro hacia la parte exterior, viendo solo la baña. Teniendo en cuenta la época del año, en la que ya se había cosechado y había poca comida en el monte, decidí colocarme mirando al comedero. A las dos horas oí una ramita romperse. Ahí estaba. La noche era muy oscura por lo que tenía que cazar de oído. A los pocos minutos escuché como el guarro se rascaba y esperé impaciente y con el rifle listo el sonido del barril de maíz para encender el foco y tirar. Y esperé…y esperé…y si me descuido todavía estoy allí. El animal se rascó feliz y se fue. Lo peor fue el cachondeo de María ya que ella si lo vio desde su posición. Eso fue lo único que supe de ese cochino. Todavía le hice alguna espera más pero sin ni si quiera llegarme a entrar.


Todos los guarros, por muy resabiados que sean, cometen un error y esa es la oportunidad del cazador. Creo que, por mucho que sepa un cazador, la caza de un cochino viejo de espera se debe más a un fallo del animal que a un acierto del cazador. Si un cochino toma todas las precauciones para entrar en un puesto normalmente es él el que sale vencedor del lance. El “cojo” lo cacé porque se equivocó. Aquí me equivoqué yo cuando él me dio la oportunidad. A quién se le ocurre ponerse mirando solo al comedero en pleno verano cuando las pulgas y garrapatas están en pleno “auge”!. Ese cochino, uno más de los muchos que me han dado esquinazo, me dio una importante lección como esperista.



Los Indios - hice honor a su nombre.

Otro puesto al que le dediqué sin éxito muchas horas de espera durante ese año fue el llamado “puesto de los Indios”, llamado así por las rocas con forma de “película del oeste” que se encontraban enfrente. El puesto estaba al final de un barranco por lo que el aire hacía de las suyas. Encima la postura estaba encima de un árbol por lo que se venteaba aun más pero como no vi ningún sitio más apropiado empecé colocándome arriba. Aquí me sucedió lo mismo que en el otro puesto, entrando el cochino cuando no me colocaba. Después de numerosos intentos fallidos me dediqué a buscar su rastro de entrada descubriendo que era justo por donde estaba la postura. Así pues, descarté colocarme ahí ya que el animal venía a buscarme a la propia postura antes de entrar. Idee varias alternativas distintas pero debido a los continuos cambios de aire terminé desistiendo.
Y así, de esta manera tan poco exitosa en cuanto a la caza pero tan rica en lecciones de campo y de caza, tras mil horas disfrutando del monte y de incontables cervezas junto a mis nuevos amigos finalizó mi primera temporada allí, mi primera temporada en estos benditos montes de Guadalajara y Soria.



Breves comentarios sobre Iruecha y su historia.

Iruecha es el último pueblo de la provincia de Soria, lindando con Guadalajara y con Zaragoza. Su término está muy poblado de sabinas pero también tiene encinas, enebros, robles y pino albar. En Iruecha hace años hubo Hospital y manufacturas del lino siendo un pueblo bastante rico en la comarca.
La agricultura es hoy en día su fuente principal de subsistencia, cultivando trigo, cebada, avena, centeno y girasol.
La ganadería antes mayoritaria de ovino está remitiendo considerablemente y tiende a su desaparición. No ocurre lo mismo con las colmenas, ya que la miel de ésta zona es tan apreciada o más que la famosa de la Alcarria, aunque mucho menos conocida.
En su término se cría el cardo corredor, para las picaduras de víbora, tomillo, malva, ajedrea y espliego.
Su nombre, prerromano, puede ser traducido, mediante el vasco, como "Tres Casas", aunque el origen del pueblo no es vasco.
Iruecha destaca por poseer un templo parroquial (La Iglesia de San Juan Bautista) de materiales arquitectónicos, escultóricos y pictóricos sorprendentes para un lugar de tan menguada población, junto a muestras inéditas (andas, faroles, exvotos...) de una religiosidad popular laboriosamente cultivada que traslucen un pasado rico y floreciente de un pueblo en alarmante estado de desaparecer.
El tipismo etnológico de Iruecha es, ciertamente, considerable. Prueba de ello es el Museo etnológico de la localidad en el que se pueden ver toda una serie de útiles y enseres de profesiones antiguas. Asimismo subsiste el viejo lavadero público.
Cabe destacar igualmente la existencia de una nevera secular y también subsiste una antigua fragua.
En lo civil, este pueblo celebra en agosto una de las fiestas más originales del calendario provincial: la soldadesca; vistosa versión sincrética de las resonancias paganas, luchas de moros y cristianos y escenas de contiendas civiles del siglo pasado.
La vestimenta y atalajes de la celebración, celosamente conservados por sus hospitalarios habitantes, muestran por sí mismas el interés de esta fiesta al visitante que no pueda acudir a presenciarla.
La Soldadesca versa en buena parte sobre la Virgen y otros temas religiosos que nos dan el testimonio más antiguo y el único de estas fiestas de moros y cristianos.
La realización de la Soldadesca tiene lugar habitualmente al aire libre, en las eras del pueblo, con el consiguiente esfuerzo suplementario por parte de los actores a fin de hacerse oír entre el público asistente, que el año anterior ha sido superior al de años pasados, siendo su número de alrededor de 1.500 personas, provenientes principalmente de pueblos de la comarca, así como público nuevo llegado de Madrid, Zaragoza, Guadalajara y de la propia capital de Soria, destacándola asistencia de autoridades locales, provinciales y regionales.
El acto consiste en un simulacro de lucha de moros y cristianos. Es una representación teatral a caballo, en que los actores van recitando un texto poético, de contenido religioso y autores anónimos. Su duración es aproximadamente de dos horas y acostumbra a finalizar con un sainete claramente humorístico en el que el personaje principal es un alcalde del pueblo de Iruecha.
Normalmente un grupo de once personas interpretan esta función; un General Moro, un Capitán Moro, dos Moros, un General Cristiano, un Capitán Cristiano, dos Cristianos, un Angel, un Capellán y el Alcalde. Además de estos actores participan un grupo de oficiales a pie, ataviados con vistosos uniformes, portadores de los estandartes de cada bando y un grupo de vecinas que contribuyen a dar vistosidad a la Fiesta improvisando un vestuario de moras y cristianas.
Por otro lado, el mismo día de la Soldadesca el pueblo de Iruecha hace el Rosario de faroles: La actividad se viene desarrollando como todos los años ente gran multitud de personas, el acto consiste en una procesión nocturna en la que cada uno de los feligreses porta un farol de vistosos cristales de colores, con lo que concluye el conjunto de manifestaciones tradicionales de carácter cultural y religioso que este pueblo ha sabido conservar, aportando con ellas un elemento más para el sostenimiento de la cultura que es en definitiva lo que identifica al pueblo de Iruecha.

La Iglesia parroquial de primer ascenso, está dedicada a San Juan Bautista, y tiene órgano, y una hermosa casa para el párroco. Si se exceptúa la Iglesia formada por dos naves, la mayor con tres medias naranjas, y la menor con una, poco hay en Iruecha, que llame la atención.
Posee unas antiguas escuelas, reconvertidas en Teleclub por falta de niños en el pueblo. Sus calles están empedradas, aunque a tal diligencia le haya obligado la excesiva inclinación en que se encuentran, y el peligro de que las destrocen las lluvias.
Nada consta referente a su historia, pero debe remontarse a tiempos anteriores a la reconquista, porque viene conmemorándose todos los años el lunes siguiente al último Domingo de Abril, la expulsión de los árabes, y la toma de Granada por los Reyes Católicos, con soldadescas y otras diversiones.
Tiene las ermitas de San Roque y San Francisco esta última en mal estado de conservación, y celebra sus fiestas anuales, a Nuestra Señora de la Cabeza, San Antonio y San Pascual.
Dentro del término, que confina con Santa María de Huerta, y Judes de su provincia; con Sisamón de la de Zaragoza, y con Villel de Mesa, Mochales, Balbacil y Codes, de la de Guadalajara hay un espacioso pantano a medio kilómetro de la población donde se recogen las aguas llovedizas y abrevan los ganados, y próximo a la laguna, un pozo de aguas potables, que lleva el mismo nombre que ella. Hay además junto a la villa, una fuente de dos caños, pero de caudal escaso, pues apenas es suficiente para el consumo de los moradores.
El terreno, es escabroso en su mayor parte, llano en lo demás, y muy a propósito para el cultivo de la vid. Contiene buenos montes de encina, enebros y otras matas, que si bien han ido disminuyendo estos años anteriores por la gran cantidad de ganado, al ir éste desapareciendo el monte se está recuperando a marchas forzadas.
Sus productos, son exclusivamente granos y legumbres de muy buena calidad. Pertenece al arciprestazgo de Maranchón, y al centro de Conferencias de Balbacil, donde concurre con Codes y Turmiel".


CAPÍTULO X: MI SEGUNDA TEMPORADA - LOS PRIMEROS COCHINOS.

La siguiente temporada empezó con un cambio de zona. El coto en el que cazábamos se había repartido en dos zonas (cuarteles) entre los socios y debido a una serie de vacantes y nuevas incorporaciones me tocó cambiar de zona. Esta, era totalmente distinta. No tenía casi agua y el monte era mucho más cerrado. A priori tenía más pinta de monte “cochinero” y de hecho la temporada anterior los mejores trofeos se habían cobrado allí. La temporada la comencé aplicando las lecciones aprendidas la temporada pasada, modificando alguno de los puestos existentes, alejando las posturas del cebo para tratar de ventear lo menos posible, desplazando cebaderos a pasos cercanos, buscando pasos nuevos y pateándome el monte de arriba abajo para conocerlo.



La Carretera – el primer guarro, mi primera alegría y mi primer error.

El primer puesto que modifiqué fue el de “la carretera”. Aquí me encontré con una postura en alto y el cebo enfrente, en perpendicular al final de un barranco. A la izquierda, fondo y detrás de la postura el monte era muy espeso. A la derecha siembras y el cebadero en medio de un aulagar. Deduje, por los rastros que observé, que la jugada de los guarros era entrar por la espalda, en contra del aire, por lo que si bien el sitio era estupendo la postura estaba muy mal situada. Hay una cosa que se debe tener en cuenta: las piaras suelen entrar a la carrera a un cebadero tomando, en general, pocas precauciones, pero un macho solitario, y más en esta zona, siempre entra con el aire en la cara para ventear posibles peligros. Y no solo eso sino que además suelen realizar un recorrido circular alrededor del cebadero, a una distancia razonable, para detectar al cazador. Teniendo en cuenta lo “zurrados” que están aquí los cochinos, el diámetro de este círculo suele ser bastante amplio por lo que las posturas hay que ubicarlas a una distancia considerable lo que dificulta enormemente el tiro. Con todo esto, el cebadero lo trasladé más abajo, pegado a la linde del monte y la postura la coloqué un poco a la derecha del cebadero para permitir que los cochinos, si entraban de atrás, no me detectasen.

El puesto funcionó bastante bien. El primer cochino que cacé allí fue el primero de mi segunda etapa y lo cacé con María. Nos colocamos relativamente pronto. La noche se nos echó encima y era luna nueva por lo que no se veía un pimiento. Al ir a montar el foco en el rifle me di cuenta que el enganche se me había perdido por lo que no me quedó más remedio que pedirle a María que, si nos entraba algo, encendiera ella el foco para poder tirar. Al rato, por nuestra derecha, nos entró una piara a la carrera al cebadero y estuvimos disfrutando oyéndoles comer un buen rato hasta que se fueron. Al rato volvimos a escuchar un ruido en el cebadero y le pedí que encendiera el foco ya que podía tratarse de un macho. Encendió el foco pero no hacia el sitio correcto. La piara todavía seguía por los alrededores y había un macho rascándose. Al enfocar para todos los lados la piara se espantó, corriendo para todos los lados mezclada con el macho y, en un segundo que me pareció distinguirlo por el visor del resto, tiré. Al día siguiente fuimos a cobrar el cochino llevándonos la desagradable sorpresa de que me había equivocado. Se trataba de una cochina….


El lavajo de la Sorda - sorpresa desagradable.

El siguiente puesto en donde probé suerte fue el de “el lavajo de la sorda” nombre por el que se conoce a un aguadero cercano al mismo. La postura estaba situada en un árbol situado en el mismo paso de los cochinos por lo que la postura resultaba inviable. Como había un rastro de macho bueno en el cebadero lo intenté un par de veces pero era imposible. Me sacaba el aire siempre. Un día, al ir a colocarme, escuché a un animal comiendo maíz y pensé que se trataba del macho que se había adelantado a su hora. Que suerte!!. Como el aire no me venía mal, lo receché andando por un camino de arena fina y logré situarme a unos 20m del animal. Lo único que veía era su lomo ya que la cabeza la tenía agachada. Como su porte me pareció importante y además se encontraba solo no lo pensé dos veces y, calculando donde podía encontrarse el codillo, tiré a través de la mata que lo ocultaba. Al llegar al cobro, mi alegría se transformó en tristeza. Se trataba de una machorra de unos 90kg. Debido a estos dos errores, el cachondeo entre mis amigos empezó a aumentar y mi antiguo mote de “mata guarras” empezó a oírse, cosa que me dolía profundamente, aunque lo consideraba justo. Gracias a Dios, los siguientes cochinos fueron machos, que sino….


Los cochinos de “la Perala” - un buen despertar.

Otros puestos me hicieron disfrutar ese año pero por encima de todos el de “la Perala”. Este, se encontraba situado en una siembra de trigo pané (trigo mocho, sin pelos y que les encanta a los cochinos) flanqueada por un risco continuo situado a su izquierda. Al principio hicieron el puesto en el lado largo de la siembra pero el tiradero era largísimo y además estaba alejado de la entrada de los cochinos, por lo que lo desplacé más hacia el interior de la siembra haciendo la postura en un extremo del risco desde donde que se dominaba gran parte de la siembra. Después de varias esperas sin éxito, un buen día me quedé dormido. Al despertarme y mirar la hora empecé a recoger a toda velocidad. Eran las tres de la mañana. Y justo, cuando ya tenía todo recogido salvo el rifle y los prismáticos escuché pasos en la siembra. Rápidamente miré por los prismáticos y ví a un cochino cruzando la parte de siembra en la que daba la luna a arreones. Rápidamente cogí el rifle y, apoyándome bien en la rodilla ya que se trataba de un tiro de unos 80m y de arriba abajo, aproveché una de las paradas para tirar. Cayó seco. Rápidamente bajé para cobrarlo. ¿sería macho?. Estaba convencido pero después de mis últimos fracasos tenía ya mis dudas. Esta vez no me equivoqué y cobré un excelente cochino de 5cm de navaja fuera.
Ojala todos los días pueda despertarme en el monte con esta sorpresa!.


En otra de las esperas en ese puesto logré mi primer doblete con machos. Hacía unos días había colocado uno de esos barriles con agujeros que rellenas de maíz y que los cochinos lo toman como un “auto servicio”. El cebo estaba tomado por una piara pero como el espectáculo de verles dar cabezazos al barril resultaba atractivo decidí colocarme allí. Al rato, con la luna llena iluminando toda la siembra, me entró la piara, con unos ocho cochinos, que empezaron a dar cabezazos al barril. Como todos no podían hacerlo al mismo tiempo, los más grandes echaban a los pequeños, quedándose estos en mitad de la siembra, desesperados, viendo comer a los mayores. Así estuvieron un buen rato hasta que, sin motivo aparente, salieron zumbando. ¿Estaría entrando un macho?. Así fue. Al rato, el bulto de un macho se aproximó al cebadero y empezó a comer lo que habían esparcido los otros por el suelo sin darle ningún cabezazo al barril. No me pareció grande, de unos 70kg, pero como con los cochinos el tamaño no tiene porque ir relacionado con el trofeo, tiré, metiéndose en el monte pinchado. Para sorpresa mía, nada más tirar, oí la arrancada de un cochino que estaba al pié del risco, el cual comenzó a subir por él directo a mi postura. El susto fue grande y casi sin tiempo para encarar, lo tiré a unos 10m, enviándolo de vuelta abajo dando volteretas. Al día siguiente y acompañado de Bat, mi teckel, inicié el pisteo. El perro, que hasta el momento no había cobrado bien ningún cochino ese día se lució y encontró los dos. Por suerte los dos eran machos y aunque ninguno era ninguna maravilla, el lance colmó con creces su escaso trofeo.

El guarro del Cagarraches - empiezo a leer el monte.

Uno de los últimos lances de ésta mi segunda temporada por estas tierras fue en un paso de una zona llamada “del Cagarraches” y cuyo nombre proviene de una granja abandonada en donde está la postura y que creo pertenecía a un señor que al parecer se apellidaba así. El caso es que Guillermo, arrendatario de los cotos y ya por entonces amigo, me comentó un día lo bueno que era ese paso para macho en invierno por lo que, al empezar los fríos, comencé a buscar pasos de macho por la zona y a cebar uno que consideré bueno. Al poco tiempo el paso elegido empezó a tomarlo un macho solitario con una huella razonable.

Las primeras esperas se las hice desde una casa abandonada, sin resultado. ¿Me venteaba?. Después de buscar minuciosamente su entrada al cebo llegué a la conclusión de que el muy tunante venía de atrás, daba toda la vuelta cortándome mi entrada y luego entraba por la izquierda, totalmente enmontado, hasta el rascadero. Esto hacía que me detectase a una cierta distancia del puesto. Los cochinos, cuando te detectan de cerca bufan y protestan por lo que te enteras. Lo malo es que te descubran estando a cierta distancia porque se dan media vuelta y se van sin tu enterarte por lo que te pasas horas y horas esperando en balde. Esto es lo que me sucedía a mí en ese puesto.

Como la casa estaba situada en la parte alta de una siembra y el puesto estaba en el borde del monte decidí preparar una postura al otro lado de la siembra, en la zona más alejada y por lo tanto más baja de la siembra. Al situarme más bajo que el cebadero y ser invierno, el aire me venía estupendamente. El día que me coloqué ahí di una gran vuelta por abajo para dejar libre la entrada del guarro. Al poco rato sucedió lo esperado y el cochino, después de dar su vuelta de rigor, entró como un corderito al rascadero. El tiro era complicadísimo ya que lo único que veía de él era la cabeza y el cuello en el rascadero, a unos 100m y cuesta arriba pero como tampoco me gusta darles muchas oportunidades a los machos, me apoyé bien en el trípode y tiré. El tiro en el cuello no perdona por lo que se quedó seco en el sitio.

CAPÍTULO XI: EL AIRE - DEL ÉXITO AL FRACASO.

La importancia del aire en la caza y en especial en las esperas y recechos es tremenda. De la elección de una buena postura en lo que al aire respecta depende el devenir de la misma. No siempre conviene colocarse con el aire de cara ya que hay que tener en cuenta que es muy probable que el guarro también entre así y te puedes llevar la sorpresa de que te entre por atrás. Lo mejor es estudiar bien el terreno antes de elegir una postura. Lo ideal es colocarse un poco “atravesado”, es decir, con el aire dando de cara pero cruzado, dejando el comedero un poco a uno de los lados. Otra cosa importante del aire es como cambia del atardecer a la noche y de invierno a verano. Normalmente, el aire cambia unos 45º su dirección del día a la noche si estamos en una zona plana y 90º si estamos próximos a una ladera, en la falda de una montaña, etc. De día va hacia arriba de la montaña y de noche hacia abajo en invierno y al revés en verano. Cuantas veces me habré colocado en un puesto al atardecer con el aire de cara y, cuando ya empieza la hora cochinera, cambiarme el aire y tenerme que quitar!.

Por otro lado, la luna influye más de lo que creemos en la dirección del aire. No es lo mismo colocarse con creciente que con menguante. Antes de salir la luna, el aire suele soplar en dirección contraria a su salida. Al salir la luna, el aire suele cambiar e ir en su dirección durante un rato, cambiando luego su dirección unos 45º. Esto se nota más, lógicamente, cuando la postura está en alto en zonas llanas o situadas en lo alto de un cerro. En otros sitios puede que domine más la pendiente del terreno (si se encuentra en un sopié, etc). En puestos próximos al mar, las corrientes suelen ir de la tierra al mar de día y del mar a la tierra de noche. La dirección del aire también se ve muy influida por la climatología, cambiando su dirección casi en 90º de un día de buen tiempo a un día revuelto. Por todo ello, siempre que puedo tengo varias posturas para el mismo puesto, eligiendo una u otra en función de la dirección del aire ese día.

Más conclusiones - sigo aprendiendo.

Esta mi segunda temporada no fue del todo mal en cuanto a resultados cinegéticos, consiguiendo cazar varios machos buenos. Pero lo mejor de la temporada, mejor aun que los trofeos logrados, fue la cantidad de lecciones que me dio el monte. Hasta este año me había colocado en puestos ya hechos. Aunque alguno si modifiqué, dichas modificaciones consistieron únicamente en desplazar un poco el cebo o en variar un poco la postura. Mis vicios adquiridos en Valmayor, en donde todos los puestos eran fijos e inamovibles, hicieron que en ningún momento me plantease buscar nuevos pasos, hacer puestos nuevos y mucho menos estudiar si ese puesto ya establecido se encontraba realmente en un paso de cochino o simplemente había surgido ahí por ser “un lugar bonito”.

Al final de esta temporada empecé a plantearme la estrategia de la espera partiendo de cero, dejando apartado todo lo que consideraba preestablecido. Esto me llevó a crear una de mis máximas: “Si quieres cazar un guarro nunca hagas un puesto de espera fuera de un paso. ¿Tu descubrirías un bocata de jamón situado fuera de tu camino?.. ”. Esto me llevó a que, con mucha paciencia, trabajo e ilusión, me olvidase del coche y, fin de semana tras fin de semana, me dedicase a darle a “la pata” monte arriba y abajo buscando pasos y querencias.

El monte se conoce a pata, nunca desde el coche. Carrileando no ves más allá de tus narices y si encuentras o ves un paso es de casualidad. Los cochinos no tienen porque cruzar los carriles por lo que calcular una densidad de cochino basándote en los cruces que se ven o en los daños a siembras es totalmente equivoco.

El caso es que me pasé el último cuarto de mi segunda temporada buscando pasos e improvisando nuevas posturas. En algunas acerté, como el caso de “el Nido”, de “la hoya de Sebastián” o de “los Puntalejos” y en otras, como “el León” me equivoqué estrepitosamente. Todos estos cambios y alguno más los viví durante mi tercera temporada…


CAPÍTULO XII: MI TERCERA TEMPORADA - LA OTRA CARA DE LA CAZA.


Mi tercera temporada… Si hay un año que dejó en mí un sabor agridulce como cazador fue este.

La temporada comenzó como terminó la anterior, es decir, buscando pasos. Por suerte, este año no me cambiaron de zona de caza, al menos al principio….por lo que empecé con la ventaja de conocer algo el terreno.


El Nido - el resultado de un esfuerzo.

Uno de los puestos de mi zona, “el nido”, llevaba bastante tiempo sin dar resultados positivos. Por lo que me habían comentado el año anterior, ese puesto había funcionado de maravilla dos años atrás pero tanto el año anterior no se había tirado nada en el. La postura, situada encima en un palé colocado en una sabina, daba cara a una pequeña plazoleta de aulaga en mitad del monte en donde se encontraba el cebo.

El sitio no parecía malo pero tenía dos inconvenientes: Por un lado se encontraba en una hoya por lo que el aire era muy cambiante. Por otro lado, para colocarse en la postura había que atravesar un camino estrecho cortando posibles pasos de cochino. Tras colocarme sin éxito un par de veces en el puesto empecé a plantearme si su ubicación era correcta y, tras patearme sus alrededores, decidí cambiarlo. El paso no estaba allí, eso era obvio, ya que lo tomaban esporádicamente. Además, las entradas las hacían por detrás por lo que estabas vendido con el aire. El caso es que buscando las entradas al cebo descubrí, a unos 200m del puesto, el paso verdadero y una baña natural que tomaban casi diariamente los cochinos. El sitio ya estaba decidido. El inconveniente era la postura. La pequeña plaza estaba rodeada de chaparro y la única sabina en la que se podía colocar un palé se encontraba rodeada de árboles que impedían la visión de la baña. Como el sitio era ideal, con una siembra a la espalda por la que probablemente no me entrase nada y todo el monte enfrente al pié de una ladera por la que cortaban los cochinos, decidí, armándome de valor y con la ayuda de María, hacer una “poda intensiva” y colocar un palé en la mencionada sabina. Tras un día entero de duro trabajo lo logramos, quedando inaugurado el nuevo “nido” a principios de la temporada. Y ahí empezó mi romance con ese maravilloso puesto…






Al mes de inaugurarlo el cebo estaba reventado. Se veían huellas de piara y un rastro de macho importante. El maíz lo echaba al lado de la baña que estaba situada en el centro de la pequeña plaza. Dos veces me coloqué, viendo solo cochinetes, hasta que un día oí al macho. La luna estaba creciente y su luz plateada se reflejaba en el agua de la baña. Hacía rato que me había entrado la piara la cual, entre gruñidos y juegos, había dado buena cuenta de casi todo el maíz que había echado por la tarde.

La noche estaba en calma, escuchándose solo los ladridos lejanos de algún zorro y los lamentos de alguna rapaz nocturna. Y en esos momentos de paz y tranquilidad, con los ojos cerrados disfrutando del silencio de la noche, escuché el sonido de una ramita al romperse por el paso de un cochino. Solo una ramita, a mi izquierda, pero suficiente para poner en alerta todos mis sentidos de cazador. Ahí estaba. El cochino se aproximó por la izquierda pero como desconfiaba del exceso de luz, dio una vuelta completa al cebo y se fue. Mala suerte.

Al día siguiente pensé en una estrategia para poder cazar a este animal que, por su comportamiento, debía ser de los que ya tenían aprendida la lección. Lo mejor que se me ocurrió fue echar un poco de maíz en el monte, muy poco, dejando unos granos por el camino hasta toro montón que coloqué justo en la orilla del monte, en una zona donde no daba la luna, para que no desconfiase tanto. Esa noche no me puse. Al di siguiente madrugué y comprobé que el truco había funcionado por lo que decidí no darle mucho tiempo y colocarme esa misma noche.

Por si el animal daba muchas vueltas, me puse unas botas de goma altas y las impregné con gasoil para no dejar mucho rastro humano al colocarme, cosa que hice quizá antes de lo normal para que mi rastro se dispersase lo máximo posible. Esa noche la piara no entró a su hora y, cuando ya estaba dudando de si esa noche el macho se movería, escuché otra vez el ruido de una ramita al romperse. Desde ese momento la espera se convirtió en un duelo de paciencia entre el cochino y yo. El aire me venía de cara y hacia la siembra, por lo que era imposible que me pudiese oler. El problema era que a él le venía igual y como ningún macho entra (siempre hay excepciones, claro) con el aire de atrás, el muy ladino se dedicó a dar la “vuelta al ruedo”. Tras la primera ramita, silencio absoluto. Media hora después, otra ramita, esta vez detrás del comedero. “ahora entrará, pensaba yo”. Nada. Otra media hora. Otra ramita, esta vez a mi derecha. “Coño, se va”. Y silencio absoluto. Quince minutos después de escuchar la última ramita, empecé a pensar que, efectivamente, se había ido como la otra vez pero algo dentro de mí me obligó a aguantar otro cuarto de hora inmóvil transcurrido el cual, escuché claramente su respiración debajo del árbol. Me había ido a buscar!. El haberme echado gasoil en las botas y el haberme colocado tan pronto me salvó. El cochino, ya más confiado, asomó pegado al monte, caminando muy despacio hacia el cebadero. Pero el animal, desconfiado por naturaleza, aun después de la vuelta que dio y a pesar de entrar con el aire en la cara, se arrepintió en el último momento y, abriendo las orejas, pegó una arrancada para meterse en el monte. Fue tarde. Nada más abrir las orejas, una bala de mi 7-08 volaba hacia él, cayendo muerto unos metros más allá.

El cochino, aunque pequeño de cuerpo, no tenía mal trofeo. El lance fue inolvidable.
Tras este lance, uno de los más bonitos que recuerdo como cazador, cobré ocho machos más en ese puesto a lo largo de la temporada, demostrando que mi teoría de los pasos funcionaba.
Mi último lance en este puesto, poco tiempo antes de mi “destierro” fue también bastante bonito, sobre todo por la complejidad del tiro. El cochino entraba por el mismo sitio que éste primero ya que el paso lo tenían por allí. El cebo se componía de un mixto de maíz y nueces, algo que a los cochinos les vuelve locos. A eso de las once de una noche de otoño, con un hilo de luna creciente en el cielo, escuché claramente a un cochino bajar por el paso y, después de dar una pequeña vuelta, lo oí comer. Como siempre hago, traté de buscarlo con los prismáticos para centrarlo antes de tirar, pero no lo conseguía. Veía su bulto durante unos segundos y luego desaparecía. Por el visor me pasaba lo mismo. Lo veía y desaparecía. ¿Qué pasaba?. Muy sencillo. El muy ladino agarraba una nuez y se escondía detrás de una retama para comerla tapado. Como visto lo visto, era imposible tirarlo parado, decidí hacer lo único posible. Esperar a que se comiese una y, en el momento en el que lo dejase de oír, encender el foco con la esperanza de “pillarle” saliendo de su escondrijo. Dicho y hecho. Le aguanté con el seguro quitado hasta que dejé de escucharle y encendiendo el foco, le sorprendí, de pico a mí, andando muy despacio hacia el cebo. Un tiro…y el monte quedó en silencio.

Al poco tiempo de este lance comenzó mi “destierro”, teniendo que desmontar este puesto que tantos lances y noches me había hecho disfrutar….


El León - el sabor de la derrota.

Un buen día me acerqué a la zona del coto lindera con uno de los cotos vecinos con la intención de buscar algún paso entre los cotos. Mi teoría era, y sigue siendo, que en estas zonas linderas el macho de cochino encuentra la tranquilidad que falta en el resto del monte. La explicación es sencilla: Si hay un zona relativamente tranquila y donde menos gente va es precisamente en las zonas próximas a las lindes ya que dicha linde actúa como zona “de nadie” en la que ningún cazador de la zona caza para no levantar suspicacias en el pueblo vecino. Este respeto “a lo del otro” por miedo a revanchas hacen de las lindes el encame ideal de los machos más viejos y, por lo tanto, más “zurrados”.

Como iba diciendo, nos acercamos con el coche a la zona en cuestión y nos dimos un largo paseo por allí. Prácticamente toda la linde estaba compuesta por siembras en el lado de nuestro coto y de monte en el coto vecino por lo que la búsqueda se centró en los ribazos que separaban las siembras. De esta manera, al rato descubrí un paso claro de piara y en paralelo a él, el rastro de un gran macho. Ese era el sitio. El paso llegaba al pico de una siembra, lugar donde coloqué el cebo y la postura. Y aquí cometí el primer error-no tener en cuenta el aire que iba a hacer por la noche. El cebo lo empezó a tomar casi de inmediato por lo que a los quince días de preparar el puesto, una noche de luna, me coloqué por primera vez.

Al colocarme ya empecé a sentirme incómodo. El aire, de día, me venía perfectamente de cara. Teniendo en cuenta el alto en el que me encontraba empecé a sospechar que de noche me vendría de atrás. Así fue. Una vez anochecido, cuando ya empezaba a oír ruidos en el monte, el aire cambió y empecé a ventear. Eso y un bufido en el monte del macho que estaba al lado fue todo uno. A criar… Esta falta de previsión me costó el guarro, como luego descubrí.
El cochino, hasta el momento tranquilo y medianamente confiado, empezó a recelar a partir de entonces, tomando todo tipo de precauciones. Cambié el cebo tres o cuatro veces sin resultado. Probé mil posturas distintas. Nada. La única persona que lo vio fue, curiosamente, María. Yo me imaginaba que el cochino en cuestión, por lo viejo y resabiado que era, no encamaba lejos. Un día, al ir a cebar, María se quedó dando un paseo con Bat por el carril mientras que yo bajaba con el saco de maíz al puesto. A pesar de mi advertencia de que no se metiese en el monte por mi teoría del encame cercano, se metió en él detrás del Bat, que no paraba de tirar de la correa, y pasó lo que pasó: levantó al cochino de su encame, a unos escasos 500m del puesto!. Por lo que me dijo era enorme.
Alguna espera más hice allí, hasta que llegó mi “destierro”… y allí quedó, amo y señor de aquellos manchones de monte entre siembras, el guarro del León.


Los Puntalejos - La observación y la oportunidad.

Llegó el verano y con él la sequía en el coto. Los animales acercaron sus encames a los pocos aguaderos existentes en el coto y comencé a ver infinidad de rastros en sus proximidades. En mi zona todos los aguaderos salvo uno se secaron por lo que me centré en ese. Su ubicación en el monte, entre un barranco y una ladera con vegetación baja, con árboles rodeándolo, era ideal para los cochinos. Nadie se había planteado hasta el momento hacer esperas en esa zona por la dificultad del aire allí pero como el número de entradas diarias de cochino era bastante elevado me animé a buscar pasos. Hice dos o tres esperas en uno de los pasos más tomados y aunque no me entró ningún cochino que valiese la pena me divertí de lo lindo observando corzas, piaras, conejos y liebres pasar por la trocha en dirección al agua.

El caso es que el que no me entrase ningún cochino viejo me traía de cabeza ya que rastro si había y además abundante. Una tarde, dando vueltas por la zona buscando entradas descubrí el motivo, que era por otro lado, bastante obvio: las piaras entraban por delante, los machos entraban por detrás, con el aire de cara, y me venteaban de lejos. La postura del paso, por lo tanto, no valía. ¿Y donde me podía poner si no era allí?. A la derecha y detrás del aguadero había un loma con vegetación baja y, bastante arriba de la misma, descubrí un sitio desde el que divisaba la trocha de entrada. Pero estaba a 130m del paso!. Por un lado, mejor, ya que el aire me daba “de través” y no venteaba pero por otro lado un tiro de noche a esa distancia y de arriba abajo era complicadísimo. Como no tenía otra opción decidí arriesgarme.

Una tarde llegué pronto de Madrid y decidí acercarme a ver los rastros en el aguadero por si me colocaba allí ya que esa noche había luna y facilitaría la localización de la caza que entrase. No tuve que mirar mucho ya que un rastro tremendo de cochino, de la noche anterior, se veía claramente en el borde del agua y por la trocha. Teniendo en cuenta que en la zona los machos grandes suelen ser bastante erráticos no encamando más de cinco o seis días en la misma zona decidí arriesgarme esa noche y colocarme allí.

En nuestro camino al pueblo, para cambiarme, pinché y el tornillo de seguridad de la rueda estaba pasado de rosca. Casi me da algo!. Tras reventar la cubierta saliendo del monte, cuando ya daba la espera por perdida, tuve la suerte de toparme con el panadero del pueblo y con el Chato consiguiendo entre todos sacar el tornillo maldito y montar la de repuesto.

Llegar a casa, cambiarme y volver al monte fue todo uno. Al sentarme comprobé dos cosas: una, que el aire venía estupendamente y la otra, que los tábanos son muy abundantes en la zona. Creo que maté unos 20 antes de anochecer!. Después de matar el último y justo entre dos luces, cogí los prismáticos ya que algo había espantado a una paloma posada tranquilamente al lado del paso. Al principio pensé que había sido un zorro pero una inspección más detallada me descubrió la silueta de un cochino parado detrás de una mata. El gordo!. Como el aire me favorecía, quité el seguro del rifle con tranquilidad y, tras apoyarme bien en la rodilla, le observé por el visor con…10 aumentos!. El cochino después de permanecer inmóvil 15m detrás de la mata asomó y, muy despacio, se arriesgó a cruzar un pequeño claro. En cuanto se paró y me dio el costado no pude aguantar más y, apuntando al codillo, tiré. El cochino salió zumbando.

Al día siguiente, muy temprano, fuí al rastro. No se veía sangre, pero eso no me preocupaba ya que cuando tiras con calibres pequeños y balas muy expansivas no suele haber salida por lo que, si dan sangre, ésta no se ve hasta los 75-100m. El terreno estaba como una piedra por lo que no se veía arrancada ni rastro claro. Guiándome por la querencia de un cochino supuestamente herido empecé a bajar por el barranco y allí, a unos 30m detrás del agua, estaba el guarro patas arriba con un codillazo de libro. Menudo guarro! Por fuera tenía 7cm y unas amoladeras preciosas. La lástima es que por dentro tenía poco por lo que “solo” dio 98 puntos.

Algunos pensareis que porqué no me coloqué directamente en el agua. El motivo es sencillo. Considero que cazar un animal en el agua puede espantar al resto de animales que acuden a beber al mismo, al menos durante un tiempo, con lo cual es una barbaridad. Y, además, creo firmemente que matar a un animal cuando bebe es un asesinato ya que los pobres, por culpa de la sed, entran más confiados de lo habitual.



El destierro…

Como ya he contado antes, mi temporada comenzó en la misma zona de monte que la anterior, compartiéndola con otros cinco compañeros. Uno era un “fichaje nuevo” de esa temporada, Vicente. Otro era Jose Mari, muy buen amigo mío y mentor mío en estos predios y los dos restantes eran "amiguitos" de Guillermo, arrendatario de los cotos y a cuyo arrendamiento renunció a favor de nuestra recién creada Sociedad demostrándonos no solo una gran confianza sino una gran amistad hacia todos. De Guillermo he aprendido innumerables cosas sobre el campo y la caza y hasta su traición al finalizar el contrato del coto le consideré no sólo un excelente cazador sino también un buen amigo y compañero de fatigas. Siento que las bajezas morales y la envidia hayan llevado, a personas con las que he cazado y de las que he aprendido, a traicionar la verdadera esencia del cazador, queridos compañeros....







De todo el grupo el único con conocimientos reales y amplios y experiencia contrastada como esperista era Guillermo. Los otros eran bastante novatos, algo perfectamente lógico y normal y por lo que todo cazador ha pasado. El problema surgió, pienso, no de la inexperiencia de aquellos sino de uno de los “males del cazador”-la envidia. Los dos amigos de Guillermo empezaron a achacar sus malos resultados de espera no a su inexperiencia o a su nulo cuidado del monte, sino a mi por lo que, mediada la temporada, propusieron “partir” la zona de caza, una para ellos dos y Guillermo y otra para Jose Mari, el “nuevo” llamado Vicente y yo.

Y pasó lo esperado. En mi zona yo seguí cuidando el monte, echando comida y sal, llenando aguaderos que se secaban, etc, por lo que ésta se llenó de animales y pude seguir divirtiéndome viendo y cazando guarros mientras que ellos, en su zona, se dedicaron a tratar de cazar los cochinos que yo había aquerenciado allí si preocuparse por cuidar el monte por lo que, lógicamente, se quedaron sin guarros y no pegaron ni un tiro el resto del año.

El asunto fue de mal en peor ya que mis buenos resultados en la gestión de mi zona empezaron a contrastar con la de ellos, que cayó en un declive absoluto por falta de dedicación y de sacrificio por lo que la tensión aumentó hasta el punto que, tres meses antes de finalizar la temporada, tuve que “emigrar” a la otra zona de caza, con el otro grupo de cazadores.

Si pensaron que me hacían una faena no lo se. El caso es que desde ese momento lo que gané fue tranquilidad mientras que ellos, recomidos por sus propias miserias, siguieron dando palos de ciego sin cazar más que lo que la casualidad les colocaba en el visor. Allá ellos…

El resentimiento que habréis notado en estas líneas, más que hacia estas personas que menciono arriba, es hacia toda persona más interesada en pegar tiros que en cuidar el monte y que, encima, tienen la desfachatez de llamarse a si mismos cazadores. Considero que la caza no es más que una consecuencia de una buena gestión de un monte realizada por un cazador. Primero gestión, luego caza. Si el que realiza la gestión es un cazador de verdad, hará de la caza gestión, cazando solo lo que deba para mantener un equilibrio razonable entre la población cinegética. Así pues, siento un gran desprecio hacia las personas que, llamándose a si mismos cazadores, se dedican año tras año a matar (que no a cazar) animales sin cuidar ni gestionar el monte en el que cazan e importándoles un bledo si lo que matan es selectivo o no y si daña al monte o no. Algunos alegan desconocimiento, otros, los arrendatarios, que el monte no es de ellos. Eso a mí no me vale como excusa. ¿Qué no sabes lo que se debe cazar?. Pues te informas antes de salir al monte con un rifle o con una escopeta y matar lo primero que ves. ¿Qué eres un arrendatario?. Pues tu obligación como tal es cuidar el monte que te han arrendado, ya que lo que tienes entre manos y depende de tu gestión son seres vivos, independientemente de que el coto sea tuyo o no. Además, si hay algo bonito y con lo que cualquier cazador de verdad disfruta es cuidando a los animales, independientemente de quién sea el propietario de los terrenos. Pero, por desgracia, el número de escopeteros va en aumento y lo que debería ser algo normal hoy en día es excepcional, una rareza, y al cazador que habla de gestión, de conservación, de respeto, se le tacha de tonto, de romántico o de loco. ¿lo somos?...

En España, todavía y por suerte quedan sitios vírgenes, como ocurre con estos montes de Guadalajara y en zonas de Asturias, León y Galicia, en donde todavía escasean ese tipo de “individuos”. Pero la especulación creciente con la caza, fomentada por numerosos Ayuntamientos ansiosos por ganar un “dinerillo extra” a costa de que se esquilmen sus cotos y la “trofeitis” de los escopeteros que los arriendan terminará con estos paraísos de tranquilidad y de belleza. Estoy harto de ver como empresas cinegéticas, particulares ávidos de ganar dinero a costa de pobres animales o “nuevo ricos” con dinero pero sin escrúpulos ni conocimientos, arriendan cotos y los explotan hasta la extenuación. Por ello, quiero aprovechar estas líneas para pedir a las Sociedades de Cazadores Locales, de todos estos montes todavía vírgenes que, en el caso de que su monte se arriende, miren con lupa al arrendatario y no permitan que nadie, nadie cuya prioridad no sea cuidar a través de una óptima gestión su monte, lo arriende, aun a cambio de dejar de ingresar más dinero. No hay dinero en el mundo capaz de devolverle la vida a los animales que se matan sin razón, que pueda devolverle a un monte la virginidad perdida. Eso no se puede cambiar por cuatro duros. Y los únicos que en estos pueblos pueden evitar estas situaciones son los cazadores locales, los hijos de ese monte.

Dejar esa responsabilidad en manos de algunos (por desgracia ya muchos) Ayuntamientos es condenar de por vida un coto a cambio de cuatro duros que encima utilizan para fiestas y merendolas con el fin de captar votos en vez de utilizarlos para mejoras en su patrimonio, en el patrimonio de todos los vecinos, en el monte.

CAPÍTULO XIII: LA OPORTUNIDAD EN LA ESPERA - DEL AFICIONADO AL CAZADOR.

El recuerdo del último lance relatado me lleva hacer un comentario obligado. El de la oportunidad, esa oportunidad que algunos que se hacen llamar “cazadores” la confunden con “la suerte”. En monte abierto el comportamiento de las piaras y el de los machos adultos es totalmente opuesto. Mientras que las piaras suelen ser más estables en una zona si tienen comida, agua y tranquilidad, los machos son muy erráticos, permaneciendo escasos días en la misma zona aunque tengan todo lo necesario. ¿Por qué? No lo se pero he comprobado, tras todos estos años de espera, que es así. Por eso mismo, el hacer esperas mes y medio antes de una montería en una zona de estas no influye en el resultado de la misma, al contrario de la opinión de algunos que, sin molestarse en conocer las querencias de estos animales, sentencian desde su desconocimiento. Y, ¿Cómo fijar un macho de estos en un puesto de espera?. En este tipo de monte abierto, imposible. Tienen tal cantidad de comida durante todo el año por todos los sitios que, salvo quizá durante las heladas de invierno, no dependen de lo que les puedas echar, al margen de su ya congénita predisposición a cambiar de zona.

Esto nos lleva a la siguiente pregunta: ¿Cómo puedes cazar un macho adulto en monte abierto?. En otro tipo de monte, con otras características en cuanto a vegetación, menor cantidad de siembras, con menos presión de los cazadores de la zona, etc, con cebaderos tradicionales y bañas de aceite quemado o gasoil (por cierto, prohibidísimas). Esto lo he comprobado en numerosos lugares como por ejemplo en Galicia. Allí los cochinos están tranquilos ya que no hay tradición esperista ni de fareo nocturno (salvo el de algún furtivo de la zona) y el monte ofrece, además, una tremenda defensa. Allí tienen comida en abundancia pero si haces una baña…lían la mundial!.

En este tipo de monte, con mucha siembra, sabina y chaparro y con poco agua los cochinos en general y los machos en particular son muy desconfiados por lo que si toman un comedero lo hacen de pascuas a ramos siendo normal que ni siquiera lo hagan. Como cada zona tiene sus ventajas y sus inconvenientes, en estas zonas en las que los cochinos se mueven tanto nos encontramos con unos pasos muy claros que se convierten en autopistas de su trajinar nocturno. En estos pasos, mejor que en ningún otro lugar se pueden cazar machos buenos. Para encontrarlos solo se necesitan dos cosas: paciencia para darle a la pata y buscarlos e instinto para encontrarlos. Una cosa es cierta- “si quieres cazar un cochino, piensa como un cochino”. Esto es aplicable a todo en la vida, no solo a la caza, y realmente funciona. Y, para pensar como un cochino lo único que vale son las horas que le dediques a su observación, no a su caza. Cuanta más ansia tiene un cazador por cobrar una pieza menos capacidad tiene para observar y aprender sobre su comportamiento y eso, a la larga, se le volverá en contra. Cuanto más tiempo dediques a observar a tu compañero de caza, y “adversario” en ocasiones, más abanico de estrategias podrás utilizar en su caza. La oportunidad es estar en el sitio idóneo, a la hora idónea y con el material idóneo. Estas variables se pueden dar un día o dos por casualidad pero si se repiten más a menudo la casualidad dará paso a la experiencia y los cochinos así cobrados formarán parte de los mejores recuerdos en la vida de un cazador de espera.


Final de temporada - el cambio.

El final de esta temporada fue mi adiós a esta zona de caza. Las envidias de los individuos arriba mencionados crecieron en intensidad por lo que a mediados de diciembre, unos meses antes de finalizar la temporada y muy a mi pesar, me vi obligado a abandonar esa zona en la que tantos y tan bonitos lances había vivido para regresar a la de mi primera temporada. El cambio ciertamente fue duro ya que dejaba atrás innumerables recuerdos pero con el tiempo lo agradecí ya que gané algo más importante todavía que la caza. La oportunidad de haber cazado.

Mientras todos estos cambios se sucedían de manera vertiginosa e imparable sucedió algo que a la postre ha marcado mi devenir como cazador. Uno de los cotos de la zona, del que me enamoré por la belleza de su monte el primer día que llegué a Guadalajara, el de Mochales, lindero con los de la sociedad, quedó libre. El arrendatario, una persona bastante “oscura” llamada Luís, acababa de renunciar a su arrendamiento a falta de dos años para que finalizase, por lo que le propuse a los socios su arrendamiento. Y así ocurrió. Ese invierno, finalizando ya la temporada de monterías, la Sociedad arrendó el coto.

CAPÍTULO XIV: MI CUARTA TEMPORADA – MI CONFIRMACIÓN COMO ESPERISTA.


Esta cuarta temporada comenzó con dos novedades: por un lado mi cambio de zona, empezando la temporada en una zona bastante desconocida para mi en cuanto a pasos y querencias y, por otro lado, el coto de Mochales recién arrendado, del que compré un abono a la sociedad para poder cazar en él.

A priori, el comprar una acción del nuevo coto parecía una excentricidad ya que “me sobraba monte” de la sociedad para cazar pero el caso es que estaba bastante enamorado de ese coto y, como la única forma de cazar en él era pagando un abono a la Sociedad, lo pagué. Esta decisión, viéndola ahora con perspectiva, marcó mi “salto” definitivo como gestor y como cazador.

Y así, empecé la temporada, con el reto de explorar nuevas zonas de caza…

Por un lado, compartía monte con cinco conocidos y por otro lado compartía el coto nuevo con un individuo llamado Carlos que había comprado un abono a través de un anuncio que había puesto Guillermo en el periódico.

Una parte del coto “nuevo” era lindero con la parte de coto en donde había cazado las dos anteriores temporadas por lo que, iniciada la siguiente temporada, me centré en esa zona más conocida y, aplicando la experiencia adquirida, empecé a gestionarlo para tratar de recuperarlo (lo habían dejado como un “solar”) y le di a “la pata” en búsqueda de pasos. El primero que descubrí fue el de Las Navas. Luego encontré el de Valhondo, el del Señoríto, el de la Cachera, el de Valdeandaluz…En algunos coloqué cebo. En otros los esperé al paso e incluso los receché de ronda por la noche. Fue una temporada espectacular en la que raro fue el día en el que no vi nada.


El paso de las Navas - ¡que tontería de puesto!.

Mochales, como ya he dicho antes, linda con Villel e Iruecha, o sea, con Soria y Castilla la Mancha. En la linde con Iruecha, durante la temporada anterior, hice un puesto de espera en el que no cacé nada ya que lo tomaban poco y mal. Como la zona era de paso de cochino me extrañó mucho el mal resultado del puesto y, empeñado en encontrar ese paso, me dediqué a buscarlo dentro del coto nuevo ya que en algún lado debía estar. Tras inspeccionar la zona de arriba abajo lo descubrí de la forma más tonta. Un día me subí a un alto y me pregunté por donde atravesaría si yo fuera un cochino. Empecé a buscar “mi paso” y, fijándome en un estrecho entre dos siembras dije “yo iría por ahí”. Y con esas, bajé y me fui a ver el sitio, más por diversión que por otra cosa ya que el lugar “era una tontería”. Menuda sorpresa me llevé!. Había huellas de cochino por todos sitios, de grandes, de pequeños…Toda la hierba estaba tumbada y la base de los árboles se encontraba gastada de tanto frotarse los cochinos. Ese era el paso, al fin lo había encontrado!.

Ese mismo día eché un poco de maíz y al día siguiente no solo no quedaba un grano sino que además una de las huellas era hermosa por lo que al fin de semana siguiente, sin cebar ni nada, me coloqué allí.

Al llegar caí en la cuenta de que no había preparado postura alguna por lo que, fijándome en el aire que hacía, decidí colocarme pegado a un ribazo desde el que veía el paso, desde el que deduje no iba a ventear. Al anochecer, cuando los colores daban ya paso al blanco y negro de la noche, un cochino como un ternero asomó en y, totalmente confiado, se puso a caminar entre los árboles, por su paso. El tiro era largo pero, bien apoyado en mi trípode, le hice rodar con un tiro en el cuello. ¿casualidad?. No lo creo, toda vez que en donde me había colocado era en un paso. El cochino era precioso. La suerte fue que entrara esa noche.
Mi primer cochino en el paso de las Navas. No está nada mal…
Días más tarde repetí espera, ya que descubrí otra huella buena en el paso. En esta ocasión el cochino me volvió a entrar de día, igual de confiado que el anterior y por el sitio contrario. Mismo tiro y mismo resultado.
Teniendo en cuenta que la densidad de macho de la zona tampoco es muy grande que digamos, el hecho de cazar dos machos buenos en el plazo de 20 días resultaba una rareza digna de estudio. La explicación la encontré tiempo más tarde y resultó bastante simple. Los machos en determinadas épocas del año, después del celo, suelen buscar encames alejados de las piaras, en umbrías y en sitios tranquilos. En el paso en cuestión, por un lado había un monte de sabina, ideal para el encame de estos machos y por otro lado todo el monte de chaparro en donde comían. Y, en su peregrinar de una zona a otra aparecía este ribazo que descubrí.

Este puesto fue mi “puesto bandera” durante todo ese invierno. Desde el mes de enero hasta mayo cacé varios machos de importancia en este puesto y todos entraron relativamente pronto y por su paso. Debido a que la zona es bastante cálida, a partir de mayo sucedió lo esperado: los cochinos, en su gran mayoría, se fueron a sus encames de verano abandonando la zona hasta que, con los primeros fríos de septiembre…

A lo largo de la temporada había desarrollado otra nueva teoría. Hasta el momento la prueba infalible de que un macho rondaba un cebadero eran los navajazos que éste le propinaba a los troncos de las sabinas cercanas. Con este método de “detección” hemos estado cazando y cazamos allí de espera pero los resultados siempre han sido bastante decepcionantes, logrando abatir solo machos de edad media y de poca boca.

Mi teoría, basada en la poca densidad de macho realmente dominante, era que los machos buenos de la zona, ante la poca “competencia” que tenían, no necesitaban marcar su territorio. En cambio los jóvenes si. Si esto era cierto, como luego ha resultado ser, probablemente teníamos muchos más machos buenos que pasaban totalmente desapercibidos a nuestros ojos ya que sus pasos y su rastro eran difícilmente visibles debido a su sutileza. ¿Y donde cazarlos? En sus pasos. Más de un socio, a lo largo del tiempo, se ha cruzado saliendo del monte por la noche o al ir a colocarse por la tarde con algún cochino que han calificado de “enorme”. Esos son y sus pasos se encuentran en los sitios más insospechados. Atraviesan siembras a la luz del día con todo el descaro y se paran en mitad de la carretera para mirarte sin ningún rubor. Pero claro, espérales sentado en un puesto. Vas listo!.

A principios de mes descubrí, cerca del paso, una huella bastante grande de macho. No dejaba más señal que esa por lo que empecé a pensar que se trataba de uno de los buenos. La querencia parecía la misma que la de antes del verano por lo que me coloqué en el sitio acostumbrado, esperándole. Y le esperé una noche, dos, tres…y nada. Empecé a ponerle maíz y todas las noches, salvo la que me colocaba, levantaba las piedras y comía algo. No lo entendía. El aire venía estupendamente y el paso era claro. ¿Qué sucedía?. Pues que me estaba equivocando, como un novato.

El cochino sí entraba por donde siempre, pero viniendo de atrás, no de un lateral como los otros por lo que me venteaba de lejos y se iba sin más. El tiempo que tardé en encontrar su entrada lo pasé haciendo esperas a nada. Ahora tenía otro problema: el aire siempre iba hacia la entrada del cochino por lo que, me colocase donde me colocase, siempre me iba a ventear. ¿Qué hacer?.

Un buen amigo, Quique, me dio la idea de ponerme en el coche y tirarlo desde dentro. Aunque a mí, colocarme de espera en un sitio cerrado nunca me ha gustado ya que pierdes la cercanía al animal y el contacto con el campo, consideré que en este caso no tenía otra solución. Todos los cochinos de la zona estaban acostumbrados al olor de los tractores y era probable que confundieran mi coche con uno de esos tractores que los agricultores aparcan en el monte entre jornada de trabajo y jornada de trabajo. Y dicho y hecho. Yo le tenía más o menos pillada la entrada al guarro y sabía que solía entrar un día si y otro no. Ese sábado en teoría tocaba por lo que, aparcando el coche detrás de una sabina, a unos 60m del paso, me dispuse a esperarle. La idea era tirar a través de la ventanilla contraria, para ventear menos, apoyándome en el respaldo del asiento. De repente, nada más oscurecer, veo pasar a unos 4m del morro del coche un bulto negro. ¿será el guarro?. Pues si, era él. A los tres o cuatro minutos de eso le vi, a través de mis prismáticos, entrar tan tranquilo al maíz. Claro, yo “no estaba”. Con toda la calma del mundo e incluso montándole el pelo al rifle, esta vez un un Sauer calibre .300, le solté un buen tiro al codillo. El cochino lo encontramos Quique y yo al día siguiente, a unos 50m del cebo. Era inmenso, de más de 100kg. El trofeo, aunque muy bueno, no hacía honor al tamaño del animal, quedándose a dos puntos del bronce.

De este guarro saqué dos conclusiones: la primera es que con los guarros nunca hay que dar las cosas por preestablecidas y la otra es que la imaginación forma parte de la estrategia del cazador y hay que tenerla en cuenta.

Este ha sido el último cochino que hasta la fecha he cazado en ese puesto. Es rarísimo que los cochinos modifiquen sus pasos y querencias salvo que se sientan muy presionados. La presión que ejercí en ese puesto durante toda la temporada hizo que los cochinos reaccionasen de esta manera tan insólita, dejando de entrar al paso de derecha a izquierda o de izquierda a derecha y haciéndolo por detrás, como el macho éste. No creo que tarden en recuperar su paso tradicional y con la esperanza de que esto suceda les estoy dando un respiro pero no descarto cambiar el puesto para adaptarme a los cambios… El tiempo lo dirá.


El cochino del Señoríto - Mi deuda con Bat.

Esta historia va más allá de la caza, de los cochinos. Esta es la historia de un lance que mi teckel, Bat, dejó pendiente en el monte, en el puesto del Señoríto…y que a la semana de morir, cumplió y que, en homenaje suyo, quiero contar.

Desde pequeño, he compartido mi vida con distintos perros de diferentes razas, principalmente mastines. Desde que me dediqué a las esperas más en serio empecé a interesarme por las razas de rastro y en especial por los teckel. Mi interés coincidió con la casualidad de que una perra de esa raza perteneciente a mi prima Teresa se quedó preñada por lo que al nacer los cachorros le pedí a mi prima, y me regaló, uno de los cachorros al que le puse el nombre de Bat. Ya desde cachorro resultó ser un perro bastante delicado, con bastantes problemas de estómago. Por si esto no fuera poca, a los seis meses se tragó una bola de papel Albal y tuvimos que operarlo para sacársela del estómago. A partir de ahí, el enano no levantó cabeza, estando malo una semana sí y tres no.
Como yo nunca había tenido un perro de rastro pregunté a perreros y a amigos cual era la mejor forma de iniciarlo y entre todos me recomendaron que lo mejor era dejarle morder la caza desde cachorro. Así lo hice pero lo único que hacía era mostrar indiferencia. Poco a poco el perro se fue soltando y algún cochino empezó a cobrar, sin ir más lejos, los del doblete de la Perala.

El puesto del Señoríto se encontraba en un paso que descubrí en el ribazo de otra siembra de otro de los tres cotos. La postura en ese sitio era complicada por culpa del aire ya que se trataba de una rehoya en mitad del monte en donde el aire revocaba bastante. Un día de invierno me coloqué en una postura que había improvisado la tarde anterior para tratar de cazar un cochino cuyo reciente rastro había descubierto en el paso. Fui con el Baikal, estrenándolo.

Dos horas después de colocarme escuché una ramita romperse en el monte y un poco después el cochino asomó por el estrecho hueco de su paso entrando en la siembra. Bien apoyado y a unos 40m lo tiré, apuntando al codillo. La carrera y el ruido en el monte me indicaron que el animal iba bien pegado por lo que lo consideré “hecho”. Después de fumarme mi cigarrito de rigor para dejar enfriar al animal, recogí mis pertrechos y, tras comprobar que efectivamente había sangre en el tiro, regresé a casa todo contento. Hasta el momento nunca había dejado de cobrar ningún cochino pinchado y ni se me pasó por la cabeza que alguna vez me pasaría.

Al día siguiente fuimos al cobro con Bat. El rastro de sangre era muy claro a lo largo de toda la siembra y hasta la entrada en el monte. Puse a Bat al rastro con el fin de que aprendiera ya que consideraba que el cobro era sencillo. El perro empezó a andar bastante dubitativo por lo que, para no demorar más el cobro, me adelanté al perro, dejándolo con María. Y seguí, y seguí, y del cochino nada de nada. Me empecé a agobiar. Bat, en vez de seguir el rastro, tiraba hacia todos los sitios sin ton ni son, lo que aumentaba mi enfado y mi nerviosismo. Conseguimos seguir el rastro un buen trecho pero la sangre se cortó y tuvimos que abandonar. En mi enfado me desahogué con el pobre Bat, propinándole una patada y lanzándolo contra una aulaga. El perro no protestó pero se fue directo al coche y al llegar a casa se hizo un ovillo en una esquina. Más tarde, ya tranquilo, le cogí en brazos para pedirle perdón por mi enfado y cuando fui a acariciarlo noté sangre en la mano. Al pobre animal se le había clavado una rama en la cabeza al lanzarlo contra la aulaga y tenía una herida de consideración. Por suerte, María pudo localizar al veterinario del pueblo y la cosa quedó solo en un susto. El cochino lo volví a buscar con Bat algún que otro día a ver si aparecía por el olor pero cada vez que el perro pisaba esa zona de monte me miraba y se negaba a seguir. De esta forma perdí mi primer guarro de espera que por cierto, era bastante bueno.

A comienzos de la primavera empezamos a notar que Bat cada vez se encontraba peor. Los fines de semana que se tenía que quedar en casa sin poder acompañarme al monte eran cada vez más numerosos y las visitas al veterinario eran semanales sin que consiguiéramos saber la causa de sus males. Un 26 de abril, por la mañana, mi padre le llevó a otro veterinario con la idea de contrastar opiniones. A la hora me llamó. Había que operarlo de urgencia ya que habían descubierto un palillo clavado en el intestino. La operación salió bien pero en el post-operatorio Bat murió. Estaba muy débil y no se recuperó de la anestesia.

El 3 de mayo, a la semana de abandonarnos el enano me fui al monte para recordarlo. Lo que menos me importaba era cazar o no. Llovía a cántaros y el aire era insoportable, pero me daba igual. El puesto que elegí, por los recuerdos que me traía, a pesar de no haber vuelto por ahí desde el famoso lance, fue el del paso del Señoríto. Llegué al puesto más o menos a la misma hora del famoso día y después de instalarme debajo del paraguas, empecé a recordar el triste arrebato de genio que tuve allí y desde lo más profundo de mí le pedí perdón al pequeño por la injusta patada que aquel día le di. A la hora de estar ahí sentado, aproximadamente a la misma en la que, aquella tarde de invierno me entró aquel cochino, vi una rama moverse en el paso. Al principio pensé que se trataba de un corzo o de un zorro, ya que la hora era muy temprana para los cochinos pero, ante mi estupor, lo que asomó fue un guarro negro, similar al “famoso” y que, tras entrar por el mismo sitio que aquel, se puso a caminar pegado al monte. Yo, que ni siquiera me había colocado mirando al paso, me quedé de piedra. Aguanté inmóvil hasta que el guarro se tapó un poco y luego, con rapidez, me agaché y girando todo el cuerpo y apoyándome en la rodilla, le tiré al codillo. El guarro pegó un tornillazo y, volviendo sobre sus pasos, se metió en el monte por el mismo sitio que aquel “de Bat”. La emoción me pudo y me fui tras él no importándome ni la lluvia ni que el cochino estuviese herido. En vez de ir detrás de su rastro, di la vuelta corriendo y me puse a andar por el camino que suponía iba a tomar el guarro para encontrármelo con el aire de cara por si seguía vivo, pero no hubo necesidad de rematarlo. El cochino, con un tiro de codillo, estaba ya muerto cuando lo encontré.


¿Qué hacía ese guarro, a esas horas, un día tan ventoso, saliendo a lo claro y metiéndose en una siembra embarrada?. No era lógico. En la tabla, al lado de mi nombre puse el de Bat. A lo mejor os parece demasiado nostálgico pero yo estoy convencido que él algo tuvo que ver…



Tres en una - una visita fugaz.

No paro de llover durante todo el invierno. Los aguaderos estaban desbordados y las esperas, aunque bastante exitosas, resultaban bastante incómodas. A partir del mes de mayo el tiempo mejoró y el agua dio paso a una gran sequía. La mayoría de los aguaderos se secaron. El suelo arcilloso del monte se resquebrajó y el polvo del camino se metía por todos los rincones del coche. En Mochales el agua empezó a escasear y el único sitio en el que todavía abundaba el agua era en el de Iruecha. A mediados de agosto y por primera vez en toda la temporada decidí darme una vuelta por el para comprobar si, como yo pensaba, los cochinos se habían concentrado allí.

En mi primera visita observé gran cantidad de rastro en las zonas próximas al agua por lo que decidí volver a la semana para buscar un buen paso en el que ponerme. Y lo encontré. El paso estaba cerca de un puesto de espera pero los cochinos no entraban al cebo, limitándose a cruzar una estrecha zona de siembra, en donde habían hecho una baña, perdiéndose después en el monte. El día que me coloqué dejé el coche al lado del cebo, que repito no tomaban, buscando un sitio más apropiado situado a la derecha del paso. El tiro era largo pero con esa postura me aseguraba no ventearles. La espera fue preciosa. Al poco de colocarme me entró un zorro, luego una piara que, bajando ruidosamente por la ladera a mi espalda, cruzó por el sitio previsto. Más tarde entraron tres cochinas a la baña y por último y bastante rezagado un macho que dejé frito. Una de una.

Al día siguiente salí a la búsqueda de otro paso, descubriendo un rastro bastante decente de un macho que pululaba por los alrededores de un cebo. El inconveniente era la postura ya que el animal entraba por detrás de la postura habitual de ese puesto y podía sacarme el aire. Improvisando un poco, descubrí al otro lado de la siembra un cerro en donde me podía colocar. El tiro era de unos 100m de arriba abajo pero como no tenía otra opción me coloqué ahí. Entre el ruido del agua corriendo por el regato y el aire no me enteraba de nada. Después de dos horas dejándome los ojos con los prismáticos sin ver nada oí un ruido cerca del cebo. Suponiendo que se trataba del guarro me apoyé bien en el trípode y, tras quitarle el seguro al rifle y apuntar un poco al bulto encendí el foco. A través del visor vi a un cochino terciado, casi de frente, que bajaba por la ladera. El tiro era complicadísimo pero como no me iba a dar muchas más opciones me arriesgué. En el tiro descubrí sangre por lo que, al menos, iba pinchado.
Después de registrar el tiro, al ir hacia el coche, empezó a salir la luna y como todavía no era muy tarde decidí acercarme de ronda a una acequia próxima y muy querenciosa para los guarros. El aire venía bien por lo que, tras una lenta aproximación, me situé a unos 30m de la misma y, escondiéndome entre las sombras de un nogal, monté el trípode y me puse a escudriñar el terreno con los prismáticos. Al poco, escuché el “fru-fru” de un cochino solitario caminando entre el carrizal de la acequia. Tapado por las sombras me acerqué, situándome a unos 15m con el aire golpeándome en la cara. El cochino, en su caminar, asomaba el lomo y se tapaba por lo que era imposible tirarlo. Más de una vez estuve tentado pero las probabilidades de fallo eran muy grandes por lo que decidí no arriesgarme.
Y me puse a pensar en una estrategia. Algunos machos dominantes tienen un defecto: la prepotencia y la curiosidad. Así pues y con el aire a mi favor empecé a incordiarlo con el fin de que esa curiosidad le hiciera asomarse. Y efectivamente, así fue. Lo malo es que me pilló desprevenido y con los prismáticos en la cara en vez de con el rifle por lo que, después de dedicarme un sonoro bufido, se metió en el monte tan tranquilo. “Este caerá” me dije.

Le dejé tranquilo un día y al siguiente, sin ni siquiera pisar la zona, me coloqué en un risco desde el que veía la acequia. Mi teoría era que el macho volvería y me iría a buscar al sitio en donde le estuve molestando dos noches atrás. Pero para llegar ahí tenía que descubrirse…

A las cuatro horas de estar colocado los acontecimientos me dieron la razón. El cochino, como un cordero, cruzó la siembra y se paró a oler el suelo en el sitio exacto en el que dos noches atrás le incordié. Pero yo no estaba allí, estaba situado en el risco a su izquierda y esta vez le miraba a través del visor por lo que el “recadito” que le envié fue al codillo y el cochino, después de atravesar la siembra al galope, murió curiosamente a escasos tres metros de mi coche.

El pisteo y cobro del segundo cochino, del que tiré la misma noche en la que descubrí a este último, fue memorable.

Después de la muerte de Bat mis padres me regalaron una preciosa cachorra de teckel. La llamé Lau. La perra apuntaba unas maneras prodigiosas y ya desde que llegó a casa y sin haber salido nunca al campo se ponía nerviosa simplemente con el olor a cuero de las fundas y con el sutil olor a sangre del cuchillo de remate. La primera vez que mordió pelo fue al día siguiente de llegar a casa, con la cabeza del cochino del señoríto y tras unos momentos de indecisión, empezó a morderla con saña. Tenía dos meses.

El primer pisteo que vivió fue el de este cochino. Un pisteo a priori sencillo, por la cantidad de sangre que había en el tiro pero que, después de recorrer 50m, se complicó. El cochino tiraba para arriba como un fiera y eso era mala señal. Un cochino herido de muerte no suele huir monte arriba. El rastro de sangre se cortó y me desorienté. La perra tiraba hacia arriba como una loca pero como me encontraba en un pequeño bancal, deduje que el cochino había continuado faldeando y no subiendo por lo que, para no repetir la historia de Bat, regresé al coche, dejé a la perra y regresé solo al rastro. Nada. Recorrí el bancal en una dirección y en otra sin ver nada. Entonces hice lo único que podía: dar círculos alrededor del último rastro a ver si cortaba la sangre en algún punto. Después de agrandar el círculo varias veces la volví a cortar…más arriba. No me quedó más remedio que darle la razón a la perra y regresé a por ella. Otra vez al rastro y otra vez hacia arriba. Y subimos… y subimos. Ya no se veía sangre y la perra iba como un tiro. Como no tenía nada que perder la seguí sin ninguna esperanza de que lo encontrara y, 500m más arriba, debajo de una sabina, en su cama, la perra cobró el guarro. El macho era discreto, nada del otro mundo, pero el cobro fue espectacular. La perra tenía 4 meses!!...

Desde entonces y salvo en una ocasión en la que el rastreo coincidió con su primer celo (ese día tenía disculpa) la perra no me ha fallado nunca.
Y así terminó mi excursión por el coto ese. Tres esperas, tres guarros. Después de esto decidí volver al coto “nuevo” antes de que mis amigos me echasen a gorrazos!.


CAPÍTULO XV: EL CALIBRE - LA ETERNA PREGUNTA.

Esta es la pregunta del millón. Todo cazador de espera se ha planteado alguna vez esta cuestión, sobre todo después de haber perdido un cochino pinchado.

Yo, hasta principios de esta temporada, nunca había dudado de mi calibre. Desde que cacé el “cojo del prado” he utilizado para esperas un Regminton “seven” de cerrojo calibre 7-08. La vaina es de un 243 y la bala de un 7mm dan una muy buena rasante pero con poca “leña” ya que tiro 120 grains con punta hueca. Aunque muchos amigos me han criticado por utilizar un calibre tan ligero puedo asegurar que con ese rifle he cobrado todo lo que he tirado con el, unos 35 cochinos. El problema llegó cuando me dio por probar otros calibres. La confianza en un arma es incluso más importante que un calibre por lo que cuando estrené mi Sauer calibre .300, con 180 grains de punta de plástico perdí un cochino pinchado y cuando estrené mi Baikal calibre .308 con 180 grains de punta de plástico la historia se repitió, comenzando aquí mi calvario. A lo largo y ancho de la temporada pasada se me fueron 5 cochinos pinchados sin cobrar. Mi talón de Aquiles fue el Baikal. Con el pinché cuatro de los cinco. Y el problema no era el rifle, que agrupaba a la perfección, ni el “indio” o sea yo, que no tiro del todo mal. El problema eran las monturas!. Me las habían colocado mal y se movía la trasera, de forma imperceptible pero lo suficiente como para desviar la bala más de una cuarta a 80m!. Y eso no lo descubrí hasta el día que, harto ya del rifle, se lo vendí a un amigo. La sorpresa llegó cuando, al desmontar el armero las monturas, la de atrás se cayó al suelo al quitar uno de los dos tornillos!. Con que ganas agarraría al que me la montó…

El caso es que el mejor calibre no es ni el más “gordo” ni el más “pequeño”. Es el que más confianza te de, lógicamente, dentro de unos límites. Un .243, colocando bien el tiro, es suficiente para dejar en el sitio a un guarro de 100kg. Personalmente, prefiero usar calibres medios para esperas. Estos calibres, con poco retroceso, me permiten realizar tiros más precisos y si el visor está bien puesto a tiro y la bala va a su sitio el cochino lo cobras. Los rifles de más calibre son más contundentes pero tampoco aseguran el cobro si el tiro no es bueno.

Después de probar con un 7-08 y 120 grains de punta hueca, con un 300WM y 180 grains “Balistic tip”, TUG, TIG, GPA…, con un 308 y 180 grains “Balistic tip”, blindada y Norma Vulcan me quedo, sin ninguna duda con los dos “pequeños”. Tanto el 7-08 tirando con Regminton “hollow-point” de 120 grains como el .308 con 180 grains Norma Vulcan me parecen unos calibres excepcionales para espera, sobre todo teniendo en cuenta que se suele tirar a “animal parado”, en reposo y con muchas de sus “alertas” bajas. Otra cosa es un cochino o una res en un cortadero. Ahí si es necesaria la contundencia y sí considero necesario utilizar como mínimo un .300WM o un 30-06 y llegando hasta un 9,3 o un .375.

Hoy en día el rifle que más utilizo es un Thompson Center calibre .308 monotiro con 180 grains Norma Vulcan. No hace mucho que lo adquirí pero hasta ahora todo lo que he tirado con el lo he cobrado por lo que ya se ha ganado mi plena confianza, algo, repito, fundamental con un rifle de espera.

¿Por qué monotiro?. Pues principalmente por deportividad. Desde hace tiempo los cochinos se han convertido en un medio para disfrutar del campo y no en un fin en si mismos. Ellos utilizan su instinto de supervivencia como arma en un medio que les es ventajoso. El hombre pone su inteligencia y un arma de fuego. La victoria del hombre implica la muerte del cochino; la victoria del cochino implica un lance pospuesto. Por ello quiero darle alguna ventaja más a ese cochino que, una noche cualquiera y en un lugar cualquiera, me entra al paso o al cebo. Si lo fallo prefiero que se vaya a criar. Una bala… una oportunidad. Las mismas oportunidades que probablemente me de él para cazarlo: una. Y cuando no utilizo el monotiro solo monto una bala. Manías…Romanticismos…

Lo que sí es fundamental para una espera, mucho más que un rifle, es el material “para ver”. En las condiciones lumínicas en las que caza un esperista el visor y los prismáticos son piezas fundamentales de las que depende en gran medida el éxito o el fracaso de la espera. Aquí no valen las medias tintas y el material debe ser el mejor. No bueno, o muy bueno, sino el mejor. Personalmente la marca que utilizo y que recomiendo es Swarovski, incluso más que Zeiss aunque las dos son primas hermanas. Para prismáticos la mejor es Leica pero el inconveniente que tiene es que no fabrica prismáticos de más de 50mm de campana, por lo que terminé comprando los magníficos Swarovski 8x56.

Tanto el visor como los prismáticos deberán tener el máximo de campana para permitir una mayor entrada de luz por lo que considero que un visor ideal es el 2,5-10x56 y los prismáticos de 8x56 de la anteriormente citada marca. Existen otras marcas muy buenas y en ocasiones comparables a las que nombro pero en situaciones de poca luminosidad la diferencia es bastante apreciable y no vale la pena arriesgarse.

El utilizar un buen foco que además sea ligero es conveniente ya que el tiro de noche no es al bulto, como sucede en un cortadero, sino de precisión, por lo que cuanto mejor iluminado esté el blanco más posibilidades de éxito tendremos. Además, gracias a la ayuda de un foco, podremos evitar accidentes de caza e incluso cometer menos errores a la hora de diferenciar el sexo y edad del cochino que se va a cazar.

Por último, y aunque no venga muy a colación en éste capítulo, quiero lanzar una crítica al aire. Algunos “cazadores” de espera van al puesto igual que si fueran de romería: morral, silla, mantas, vino, bocata… Eso es absurdo. Cuantas más cosas lleves más ruido haces. A las esperas hay que ir con lo justo: un morral con todos los pertrechos (3 balas de “por si acaso”, prismáticos, algo de ropa extra y una buena linterna), el rifle y en algunas ocasiones una silla, eso sí, cómoda. Pero ya!. El resto sobra y no hará más que estorbar. Los bocatas y bebidas sobran. A una espera hay que ir comido, para que las “tripas” protesten lo menos posible durante la espera y con la ingestión de líquidos durante la misma lo único que conseguiremos es que las ganas de “ir al baño” aumenten, convirtiendo la espera en un auténtico tormento.

La inmovilidad deberá ser total, a ser posible. Mi técnica es quedarme en una especie de “semiletargo”. La impresión que doy es la de estar dormido pero el menor ruido me devuelve al estado de alerta sin hacer, mientras tanto, el mínimo ruido.





CAPÍTULO XVI: EL CORZO - UNA CUENTA SALDADA.

Durante esta temporada me estrené con los corzos. Desde que llegué a esta zona sentía curiosidad por este ungulado que, si bien no abunda, la calidad es buenísima. Siendo como soy esperista, su caza la relegué a un segundo plano ya que era complicado aguantar hasta altas horas de la mañana de espera y luego madrugar para recechar. Alguna vez lo hice pero terminaba agotado. El rececho al atardecer era divertido pero como comprometía la espera de después, prefería colocarme al cochino. Así las cosas, los recechos que había hecho hasta la fecha se contaban con los dedos de una mano. Alguna vez, estando de espera, había visto corzos pero ninguno que mereciera su caza.

Con mi cambio de cuartel el gusanillo del corzo empezó a crecer. Mis compañeros eran más “recechistas” que “esperistas” y los únicos que habían logrado algún buen trofeo de corzo. Dos destacaban por encima de los demás por sus conocimientos de corzo: Quique y Willy. De ambos recibí mis primeras lecciones con los corzos, lecciones que llevé torpemente a la práctica en el monte sin éxito.

No quiero arriesgarme a doctrinar sobre este animal ya que mis conocimientos sobre él, hoy por hoy, no son todavía lo suficiente amplios pero sí voy a contar lo que hasta el momento se.

Los mejores meses para la caza del corzo son abril y mayo, cuando la siembra está tierna y se asoman a comer y la segunda quincena de julio, durante el celo. Durante el mes de septiembre, cuando la hierba fresca empieza a asomar en los rastrojos, también se pueden cazar bastante bien si acompaña el tiempo con algo de lluvia, haciendo que salga el “ricio” en los rastrojos. A mediados de agosto, tras el celo, los machos suelen volverse huraños y se refugian en umbrías y en el monte espeso hasta bien entrado el mes de septiembre por lo que su caza se hace muy complicada.

El corzo es un animal muy territorial, siendo el macho dominante el “propietario” de un territorio que defiende luchando encarnizadamente si otro macho penetra en él. Cada macho puede cubrir unas tres o cuatro hembras a lo sumo por lo que tan importante es controlar la población de hembras de la zona como de macho siendo el equilibrio de tres hembras por macho el óptimo.

Para realizar una buena gestión del corzo se debe tener en cuenta la calidad y la cantidad de alimento existente en el coto. La población ideal de corzo, en número, estará en función de la capacidad alimenticia que “aguante” el monte. Esa capacidad alimenticia se llama capacidad de carga y teniendo en cuenta este factor se puede estimar el número ideal de corzos que debe haber en el coto por cada 100 hectáreas para que la calidad no disminuya. Si el número de corzos está por debajo de la capacidad de carga (poca densidad por hectárea) la calidad de los trofeos será buena. Si esta densidad aumentase la calidad disminuiría.

Lo ideal, para mantener un equilibrio en la población, es cazar al año el porcentaje de corzos que supere la previsión. Eso significa que si el número óptimo de corzos en un coto es de 200 y ese año, entre la paridera y los que han entrado nuevos, tenemos 240, deberíamos cazar 40 para mantener el número estable en los 200 idóneos. Así pues, de los 40 a cazar, la mitad deberán ser hembras y, de los 20 machos, un tercio de los mismos selectivos de primer año, con cuernas pequeñas o deformadas y los otros dos tercios, machos de más de tres años. Así pues, es recomendable cazar el mismo número de hembras que de machos. Pero ¿Qué hembras?. Lo ideal es, en las parideras de dos o más corcinos, matar en agosto o septiembre a la cría hembra de la pareja para que la madre se vuelque en la lactancia de la cría macho. Al contrario de lo que ocurre con otros cérvidos, la hembra de corzo pare hasta el día de su muerte y cuanto más mayor es mejor cría. Por lo tanto, y teniendo en cuenta que la lactancia es fundamental en el futuro del corzo, conviene matar antes a una cría hembra que a la madre.

El mejor mes para fijar los corzos es el mes de febrero y marzo ya que durante este mes suelen hacer más salidas a lo limpio, ocupando ya sus territorios de primavera. Localizando los trofeos en esta época y teniendo en cuenta la territorialidad del corzo, será fácil verlo por esa zona cuando se vaya a cazar. Así pues, es aconsejable armarse de paciencia, de un plano y de unos prismáticos y recorrer el monte marcando en un plano o en la memoria los corzos localizados.
Los corzos más viejos suelen perder el correal a finales de marzo y principios de abril. Los más jóvenes suelen ser más tardíos, encontrando corzos sin descorrear incluso en junio.

El blanco que ofrece un corzo es muy pequeño y, normalmente la distancia de tiro suele ser superior a los 100m por lo que el arma adecuada será una de calibre medio con buena rasante. Un 243 con 90 grains o un 7-08 con 120 grains es arma suficiente para abatir un corzo sin problemas aunque un calibre excelente y muy utilizado es el .270.

Su caza es complicada. Su olfato es increíble y su oído también. Por si fuera poco, es el animal más sigiloso del monte (de ahí su mote de “el duende”). Muchas veces, al segundo de comprobar que en una siembra no hay nada, vuelves a mirar y lo ves en medio, parado, mirándote. Lo que les pierde es lo cotillas que son. Parar un corzo en una carrera de huida es sencillo. Basta con chistar y el corzo, durante dos segundos, se quedará inmóvil y a merced del cazador.


Las mejores horas para su caza son al amanecer y al atardecer. En general la gente lo busca más durante las mañanas por disponer de más tiempo para rececharlo siendo el atardecer más propicio para cazarlo a espera. A pesar de todo, el corzo se mueve durante todo el día siendo sus frecuencias de comida de unas 3 horas por lo que no es extraño ver algún corzo fuera a las 3 de la tarde en mitad de una siembra, sobre todo a finales de marzo y abril.

La edad del corzo se puede apreciar en los huesos, llamados “mogotes” que sustentan los cuernos. A más grosor de estos huesos, mayor edad del individuo. La edad media del corzo ronda los ocho años, siendo entre los tres y los cinco cuando dan la mejor calidad de trofeo. A partir de esa edad el trofeo comenzará a ser regresivo, perdiendo calidad.

Aunque está demostrado que un aporte alimenticio no mejora sustancialmente la calidad de los trofeos de corzo, ya que lo que prima es la genética, el aporte de sal vitaminada sí influye en el equilibrio físico del animal, por lo que es conveniente colocar algunas en sitios estratégicos del monte.

En épocas de sequía un sitio bastante propicio aunque no muy recomendable para cazarlos es en los pasos a los aguaderos, nunca en ellos. Por allí el corzo pasa de cabeza y siempre por el mismo sitio por lo que si se ven huellas en un aguadero no hay duda de que el corzo entrará exactamente de esa misma dirección, beberá y regresará al monte por donde ha entrado.

Así cacé el primero. Después de descubrir su rastro en un aguadero, y posteriormente su paso, Willy me recomendó que me colocase allí ya que el animal volvería. Como el corzo puede entrar a cualquier hora del día me coloqué temprano al atardecer y como también había descubierto rastro de cochino me quedé allí después de anochecido. El silencio era absoluto y solo lo rompían los murciélagos en su búsqueda infatigable de mosquitos volando como fantasmas alrededor de la charca. De repente, y sin previo aviso un corzo, surgido de la nada, apareció en el paso. La distancia que me separaba de él era de escasos 15m y el rifle lo tenía tranquilamente reposando encima de las rodillas. Me costó un triunfo encararme y quitarle el seguro sin ser descubierto pero lo logré y, apuntando al medio tiré. El pobre animal pegó un bote espectacular, y, después de recorrer unos 20m, cayó fulminado. Gracias, Willy.

Desde ese día mi “pique” con el corzo aumentó y empecé a madrugar para rececharlo. Una mañana, a las pocas semanas del anterior lance, me fui de rececho a una zona en la que había visto rastro abundante de corzo e incluso uno con correa en marzo. Después de subir a un alto a mirar y recorrer varias siembras bajé andando por un carril, muy despacio, para asomarme a la última. A mitad de camino y a unos 10m delante de mi, descubrí a un corzo que, tranquilamente, me miraba. Yo, parado en mitad del carril, con el rifle al hombro y el trípode en la mano, estaba vendido.

Me quedé inmóvil, esperando su carrera y sus ladridos de huida pero como el aire venía bien y mi inmovilidad era absoluta, el corzo en vez de huir agachó la cabeza para comer un brote fresco de hierba. Esa fue mi oportunidad. Lentamente me agaché, quedando oculto tras una mata que se encontraba casualmente entre el corzo y yo. Dejé el trípode en el suelo y, tras encararme con suavidad, le tiré a través de la mata. El pobre no tuvo opción, con un tiro a 10m!.

Estos fueron mis dos primeros corzos de los numerosos que ya tengo abatidos allí, entre los que destaco uno tremendo de 183 puntos. Su caza fue cosa mía pero sin duda las enseñanzas recibidas y adquiridas fueron fundamentales en la consecución exitosa de los lances ya que, sin ellas, probablemente ni lo hubiese intentado.


El final de la temporada - un año de gloria para el recuerdo.

La temporada de caza se acercaba a su fin. A lo largo de todos los meses del año había visto infinidad de piaras y machetes y cazado algunos cochinos, todos ellos machos viejos. El resultado, tratándose de fincas abiertas en las que cazaba solo fines de semana no podía ser mejor en cuanto a resultados cinegéticos y animales avistados. No sólo había podido cazar algún buen ejemplar de jabalí sino que, y sobre todo, el resultado de mi gestión, realizada en solitario, en el “coto nuevo” (ya que la persona con la que compartía el coto no movió un dedo para cuidarlo aunque si para cazarlo…) estaba empezando a dar como resultado un aumento en la cantidad de animales y en la tranquilidad de los mismos, cuyos rastros veía aumentar en el monte un fin de semana tras otro.

Los lances vividos, la mayoría de los cuales los disfruté en posturas improvisadas de la noche a la mañana en pasos, cazando al cochino libre de igual a igual, en su medio y sin necesidad de atraerle con comida, fueron inolvidables. Algunos, los viejos, los cacé. Con otros, los más jóvenes, disfruté viéndolos cruzar, comer, hozar, bañarse, …mientras bajaba el rifle y cogía los prismáticos. En fin, fue algo maravilloso, un año que jamás olvidaré.


EPÍLOGO

Al final de la temporada sucedió algo que probablemente marque mi devenir como cazador durante los próximos años. El coto de Mochales, arrendado por la Sociedad, generó unas pérdidas que los socios no quisieron asumir, y como una de las mayores ilusiones que he tenido siempre era la de poder gestionar en solitario un coto, le propuse a los socios hacerme cargo del arrendamiento previa renuncia a él por parte de la Sociedad. A principios del mes de noviembre, una mayoría de los socios aprobó mi propuesta en Asamblea y tras hablar con el Ayuntamiento, a finales de ese mes me convertí en el nuevo arrendatario de este maravilloso coto que tanto me ha dado.

Mochales, a pesar de ser monte abierto y con no mucha densidad de caza, tiene grandes posibilidades de mejora realizando una buena gestión, ya que el agua no escasea y el espeso y accidentado monte de chaparra y sabina entremezclado con siembras y aulagares garantiza una gran defensa para corzos y cochinos.

La gestión cinegética en un coto de estas características es complicada. Por un lado, los furtivos están a la orden del día. Por otro, el hecho de que sea arrendado te obliga a ir con pies de plomo a la hora de invertir en él ya que, al finalizar el arrendamiento otro lo puede coger y disfrutar de tu esfuerzo. Además, el monte se encontraba bastante “castigado”, ya que el anterior arrendatario y sus amigos, muy aficionados al “foquito” desde el coche, de esos que igual les da matar una liebre que un vareto, un primal o un horquillón, le habían dado mucha “caña” en los dos años que estuvieron “pululando” por el….

Pero las ganas y la ilusión lo puede todo y el reto de levantar un coto de estas características, la tranquilidad de la zona, la belleza del monte y la esperanza de poder disfrutar, como arrendatario y gestor, durante muchos años al lado de mis amigos de verdad y de la gente tan maravillosa que vive aquí y que tan bien nos han acogido podrán, probablemente, con las adversidades.
Albergo la esperanza y la ilusión de, si algun dia tengo hijos, poder enseñarles en este monte lo que mi padre me enseñó a mi de pequeño .... enseñarles lo que es la autentica caza. Mi gestión, empezada ya a título personal cuando la Sociedad arrendó el coto a principios del 2004, ya está comenzando a dar sus primeros frutos, pudiéndose observar, a lo largo de estos meses, un discreto aunque esperanzador aumento del corzo y del jabalí en cuanto a cantidad, calidad y tranquilidad.

Todavía queda mucho por hacer, muchísimo… la gestión de la caza mayor con un control poblacional para la mejora de la calidad (el exceso de caza es también perjudicial, habida cuenta que los recursos alimenticios son limitados), con aportes alimenticios puntuales en las épocas “difíciles” del año, la conservación y mejora de aguaderos, las siembras reservadas para animales, la limpieza del monte de chaparra para que la bellota coja fuerza en octubre, el mantenimiento y control de la incipiente población de venado, etc, unida a una gestión enfocada a la recuperación de la casi desaparecida caza menor del coto implica la necesidad de mucho tiempo de arrendamiento para poder realizarla y la implicación y apoyo no sólo de las Autoridades Municipales sino y sobre todo de los vecinos del pueblo y de su Sociedad de Cazadores para desarrollarla y mantenerla.

Y esto es lo realmente complicado, más que la propia gestión. Hoy en día, como ya he comentado antes, a los Ayuntamientos les interesa únicamente el dinero que ingresan en sus arcas y no la conservación y mejora de su patrimonio y las Sociedades de cazadores locales, al menos la mayoría de ellas, están ya resignadas a esta forma de actuar de sus Ayuntamientos, viendo al arrendatario como un enemigo (y la mayoría de las veces lo es) y no como un colaborador.

Yo, como cazador que soy, cazo en el coto pero no “mato”. Y digo que no “mato” ya que trato de cazar exclusivamente lo que se debe en cada momento, apoyándome en una gestión que haga de la caza una herramienta que también ayude a la mejora del coto y no un fin en si mismo.

Así pues, aquí haré, durante el tiempo que me dejen, con los todavía escasos medios de que dispongo, la mejor gestión que pueda… Pero supongo que, tarde o temprano, el “poder del dinero” llamará a la puerta de este coto y, como ya han caído otros muchos, esté también terminará en manos de los “especuladores” de la caza, de una orgánica que lo explotará hasta la extenuación, o en manos de un “nuevo rico” de los muchos que hay y que, sin saber de gestión ni de campo y sin importarle lo más mínimo el daño que pueda causarle al monte, lo “barrerá” junto con su grupo de amigos. Un puñado de dinero utilizado para fiestas, meriendas, alguna nueva infraestructura en el pueblo, … a cambio de unos seres vivos, de un monte, de las verdaderas raíces de ese pueblo, de cualquier pueblo.. Así es la vida…. Que pena!.

Pero, a pesar de este futuro tan triste que auguro, ahora el destino me ha dado la oportunidad de poder gestionarlo y trataré de mejorar en lo posible este monte ya que, tanto a él como al pueblo les debo mucho, muchos momentos felices que nunca olvidaré. Luego, Dios dirá….

Y ya que soñar es gratis, aún mantengo la esperanza de recibir un apoyo que nos permita librar a este monte de especuladores y de “vendedores de humo” y así poder hacer, poco a poco, de este coto algo digno de orgullo, en donde tanto los cazadores del pueblo como mis hijos, mi mujer y yo podamos disfrutar el resto de nuestra vida de su belleza, de su caza, de su paz y de su tranquilidad. ¿Imposible?.... puede....

Hoy en día “don dinero” lo puede todo…o casi todo. Pero creo que con los sueños no, y por ello no dudo que podré terminar, algún día, este libro de memorias en estos montes a los que tanto quiero, sentado debajo de una sabina, en las Navas, en Valhondo, en Valdeandaluz, en la Romerosa, en el Envidejo, en…. al lado de mi querida Lau, viendo que mi esfuerzo realmente ha valido la pena….

En estos últimos momentos, los recuerdos de mi última temporada se me amontonan. Recuerdo rondas nocturnas en las que logré acercarme a cinco o seis metros de alguna piara de guarros sin ser detectado, mientras ellos hozaban tranquilamente al abrigo de un ribazo de monte… Recuerdo los dos cochinos pinchados y no cobrados con la esperanza y el deseo de que sus heridas se hayan curado y puedan seguir con su deambular nocturno enriqueciendo estos montes a los que quiero con toda mi alma… Recuerdo a Bat, fiel amigo, que me abandonó sin ni siquiera poder despedirme de él y al que, cada vez que voy al monte, saludo allá donde esté, en el cielo de los perros…. Recuerdo a mis amigos del pueblo y del coto (Quique, el Chato, Cucho, el Moreno, Salvador, Emilio, Velilla, Manolo,…), junto a los que he vivido y viviré, mis éxitos y mis fracasos como cazador en estos benditos montes de Guadalajara…


Y por último y por encima de todo quiero tener un recuerdo especial hacia mi padre, mi primer maestro en el mundo de la caza. El fue quién me enseñó a amar y a respetar el monte y sus animales, el que me inició en la caza, del que recibí las primeras enseñanzas como cazador y como persona. Junto a él he pasado los momentos más importantes de mi vida como cazador y de mi vida como hombre de campo, que a fin de cuentas es lo que soy. Cada vez que me coloco en un puesto de montería a su lado, cada vez que tengo el privilegio de pisar el monte a su lado, me siento orgulloso de ser su hijo.


A todos, gracias.



Fdo, Emilio Sanz-Pastor Rivas


Escrito en el 2004 para todo aquel que sea capaz de oler el campo, escuchar el monte y sentirlo muy dentro cualquier fría mañana de caza o cualquier noche de aguardo y, sin haber cazado nada, sea capaz de regresar a casa recordando ese día como único en sí mismo.

Dedicado a todas las personas con las que he compartido todos estos felices momentos y en especial a toda la caza que aun queda libre, salvaje y feliz en estos montes de España.